Los científicos del siglo XXI.

En días recientes, durante una comida, me preguntaron sobre los cambios del clima. Con los datos que contaba en ese instante, di como respuesta, probabilidades. No deseaba comprometerme; los datos para un buen pronóstico, en ese instante, eran insuficientes.

La respuesta no satisfizo a nadie, para quien me preguntó, sabía que tenía conocimientos en meteorología, ya que eso estudié en la Fuerza Aérea Mexicana. Aunque han pasado veintiún años desde mi último pronóstico en forma, las personas lo siguen pidiendo. Incluso preguntan, sobre el tema de moda, el cambio climático. Cuando generalizamos: conceptos, o profesiones, la vida es más sencilla.

Los conocimientos continúan ahí; lo primero que hago en el día es mirar los pronósticos del clima en la web. Cuando existen fenómenos meteorológicos como huracanes, les dio seguimiento —y calculo sus probables trayectorias y desarrollos, solamente por curiosidad—. El pronóstico meteorológico es probabilidad, es inexacto.

La mayor parte del tiempo, al pedir un pronóstico, queremos que se nos dé lo más cercano a una verdad. Sobre todo, que sea isomorfo a lo que creemos como verdad. Un engaño que disfrutamos hacernos todos los días para llenar el vacío que nos deja quienes no encontramos sentido a la vida.

La necesidad de certeza.

El ser humano, nunca sabe la manera correcta de cómo reaccionar a las sorpresas. Pensamos que no podemos ir por ahí en la vida, como si nada, sin tener ningún control sobre nada. De hecho, pasamos mucho tiempo de la existencia reprimiendo sentimientos con tal de tener mejor control de las emociones. Por esto, las personas que me piden un pronóstico y les contesto con una probabilidad, digamos, cincuenta/cincuenta, se decepcionan. Su reacción es reclamar. Otra reflexión rápida y preguntan: ¿la meteorología es una ciencia? Mi respuesta, siempre es afirmativa; quedan en una encrucijada: ¿acaso la ciencia no es exacta? La concepción en lo general. Un engaño más para mantener nuestra vida en orden.

Para no entrar en discusiones —porque las evito en lo posible cuando el Otro pregunta con el tono de “debería de ser así, pues yo sé que es así”—, me disculpo. Ni siquiera intento explicar o aclarar que el mismo espíritu de la ciencia es no dar verdades, sino generar preguntas. Tampoco voy a los márgenes, de principios del siglo XX, donde filósofos y matemáticos jugaron con la idea de que las verdades absolutas no existen. Lo que hago es recordar a las personas que ahora escribo y produzco cine. Satisfechos de descubrir —o recordar—, que ahora soy un artista, asienten con la cabeza y miran con ojos de condescendencia: Otro dizque soñador que cambió un trabajo real por un sueño de niños.

La gente, con necesidad de certezas, aceptan a un artista, meramente cuando es reconocido por la comunidad o las élites. O, que salga en la televisión. De lo contrario, es un flojo, un soñador tonto. Estas personas ignoran — porque su cara refleja: debería de ser así, pues yo sé que es así—, lo que es trabajar para uno mismo. Lo que es enfrentarse a las consecuencias de las decisiones que hace uno diario para sí. Al escuchar la palabra cine, sin importar su acompañamiento (productor, fotógrafo, director, decorador, editor, etc.), lo primero que se les viene a la mente es preguntar por la recomendación de una película. Su decepción es clara al recomendarles —con el deseo de mostrar que existe un mundo de obras, nacionales e internacionales, más allá de la realidad que ofrecen los medios masivos—, una obra de mi autoría. Por otro lado, mido su nivel y capacidad de curiosidad —después de mencionar que escribo—, al no pregunta por ninguna recomendación literaria.

Ahora bien, existen todo tipo de personas. Están las que miran con lástima al que dice dedicarse al arte. Están también los que intentan aconsejar, los que envidian; los que desean mostrar sus altos niveles de cultura artística al citar sus pretensiones. Presumen su capacidad de memorización, citas y diálogos de películas. Estos últimos son los que más me divierten; el diálogo de una película que vive presente en mi cabeza es, my name is Bond, James Bond. Nunca, desde la escuela, me distinguí por mi memoria. Capturo conceptos generales y me inclino más por comprender, razonar y aplicar la lógica que desgastarme en saber puntos y comas. Quizás por esto mi escritura es tan poco alabada.

Pero, ¿por qué se mira con tan malos ojos al artista? Principalmente porque la gente común, sin imaginación, con alta represión y sometimiento de sus emociones. Sí, aquellos que piensan que el estoicismo es convertirse en una máquina estilo La Mettrie. Prefieren saber en lugar de dudar sobre lo que saben. Lo que intento señalar es que al reprimir nuestras emociones, nos cerramos a las posibilidades que ofrece la vida. Medimos los días según la productividad; no con relación a lo que nos aportamos a nosotros mismos, sino sobre lo que aportamos a la sociedad. Y esto, se debe de reflejar en ganancias. Es el único intercambio que conocemos para medir la productividad. A pesar de que el trabajo artístico es de los que más esfuerzo demanda, es difícil que se reconozca sobre la base del valor de un mercado.

Todo el día, siempre constante; esa es la plusvalía.

El artista que vive al día, aquel que su obra es solamente conocida por una pequeña comunidad. Alejado de las élites. Sin diplomas, sin reconocimientos, sin discursos grandilocuentes, sin grandes exposiciones. O sea, el que está en la lucha personal por hacer una obra auténtica en lugar de construir un portafolio, es visto como un paria. Su aportación no es económica, sino emocional e intelectual. Esto no significa que el artista que se enfoca en las masas no tenga el mismo objetivo y busque el mismo resultado. En lo absoluto deseo dar a entender esto. Mi deseo es diferenciar y mostrar que existen artistas con distintos objetivos; ambos con igual importancia en una sociedad. Evaluarlos o juzgar su obra según la popularidad, denigra al público; no al artista. Todos desean ser auténticos y que su obra se reconozca. El que diga lo contrario —con el fin de ser auténtico—, da verdad a mi teoría.

Pero tenemos que aceptar que el artista desconocido. El que se bate todos los días contra el tiempo para sobrevivir; el que no tiene, ni recursos ni oportunidades, para tener un estudio de trabajo, talleres o títulos, es el que alimenta al otro grupo. Al grupo de las élites, al de los reconocidos. Estos, ya lejos del público, del barrio, del pueblo rural —las visitas periódicas para alimentar la humildad no cuentan—, pasan a ser los que aportan a la sociedad. En cambio, el que sigue ahí en el intento día a día, se le mira como al soñador. Su talento se compara con el del que sí lo logró. Pensamos que es injusto, no lo es.

La insensible sociedad.

Ambos grupos dependen del uno y el otro, el problema de que exista una diferencia: falta de sensibilidad en la sociedad. Cuando hay artistas que no logran vivir de su trabajo. No hablo de lujos y caprichos. Me refiero a pagar al menos una renta a través de su exposición, es porque existe una sociedad banal, ignorante, insensible, populachera. Es posible que esté mirando todo con ojos de prejuicio, pero cuando miro las calles y escucho a las personas hablar de algo según su popularidad o una calificación elitista. Cuando veo que las oportunidades de exposición dependen de jurados calificados. Cuando la clase media —la que presume títulos universitarios y puestos importantes en el nearshoring—, basa su curiosidad cultural en la nostalgia; en lo que fue, e ignora la obra nacional contemporánea; lo que es, por considerarla mediocre, de baja calidad. Veo a una sociedad que no acepta sus raíces y a sus iguales. Una profunda ignorancia sobre la importancia del trabajo artístico.

También está el obstáculo de la centralización. Comienza con que la mayoría piensa que la Ciudad de México, es el reflejo del país. Las capitales y grandes ciudades, creen lo mismo según sus estados. Pero la realidad es que en el país, existen comunidades rurales, poblaciones que viven otra realidad y a estas no les importa mucho el arte o la cultura de las grandes ciudades. Sin embargo, sus artistas locales, al estar atrapados en las reglas y costumbres impuestas por las poblaciones educadas, son señalados, marginados como a los artistas urbanos; les decimos soñadores. Sus oportunidades para sobrevivir son mínimas. Da la casualidad que, tanto el ciudadano rural, marginal y el indígena, son los que producen obras auténticas. Y de estas, el artista consumado, aprende. Entre el circo que lo obliga a vivir la fama por unos centavos, se le agotó la creatividad. Su obra dejó de ser auténtica, se metamorfoseó en común, popular.

La sociedad ve que el artista no trabaja, porque la parte principal de su obra depende de vivir, contemplar y reflexionar. Sucede esto, porque ignoran el esfuerzo de estas tres acciones. Como no va a suceder, si cuando quien juzga, pasa de ocho a doce horas en una labor que no le permite vivir o apreciar la vida.

Los científicos.

Es comprensible que las personas, decidan mirar sospechosamente el trabajo del artista en esta época, en la que la productividad se mide en relación con el aprovechamiento en actividades meramente mecánicas. Cuando observamos a una persona pensar, lo primera imagen que llega a la mente es la de vagabundos y soñadores —a menos que sea alguien con un portafolio avalado por intelectuales y élites—. Pero los artistas son científicos. Su trabajo consiste en la exploración y comunicación de conocimientos. Muestran la visión de su mundo por medio de la creatividad, apelan a la sensibilidad del público. La experimentación, innovación y reflexión, los convierten en investigadores del mundo; contribuyentes valiosos del conocimiento humano.

Miremos al artista como científico y nuestro marco conceptual cambiará de manera radical. Comprenderemos que, el esfuerzo que lleva a cabo para crear, no depende de hacer una mecánica. Si no de resolver los conflictos de su mente. Discutir en silencio, mientras las ideas toman forma. Se alimenta de la observación; de la contemplación; de la reflexión; pero sobre todo tiene que vivir aventuras y escuchar.

Por supuesto, la mayoría de su trabajo, al exponerlo, no resuelve ningún problema inmediato que se refleje en una mejor productividad. No resuelve asuntos prácticos. Lo que da son teorías, herramientas, que fortalecen la reflexión del público al despertar sus sentidos. La responsabilidad del espectador recae en que abra su mente para analizar las sensaciones que le produce la obra que observa, lee, escucha, toca, prueba. Este ejercicio alimenta su imaginación, para descifrar, según su experiencia, y en casos sus prejuicios, lo que el científico desea comunicar. Entre más compleja la teoría del científico, más paradójica, mejor alimento para el alma y espíritu del público. El constante enfrentamiento con los sentidos, sobre todo, cuando la obra (teoría, hipótesis) reta sus creencias al cuestionarlas.

Estas preguntas que propone una obra, son abstractas, no son claras para las mentes cerradas. Las que no desean explorar y creen en certezas, obstaculizan el conocimiento que se les ofrece. Y este, es el trabajo —si así queremos medir todo—, productivo del artista. Ofrece un ejercicio de pensar con resultados al largo plazo.

Lo tangible de la propuesta aparece cuando las personas agudizan su nivel de observación, comprensión del mundo que los rodea. Cuando mejora su capacidad para debatir; cuando sus argumentos brotan fortalecidos, gracias a la creatividad.

Por ejemplo, ambas teorías de Einstein sobre la relatividad, para comprenderlas de verdad; esto es, para explicarlas a un nivel científico (artístico). El espectador necesariamente debe de tener conocimiento sobre matemáticas complejas y saber de geometría no-euclidiana. No importa si el espectador que ignora estos conocimientos, expone sus sentidos, abre su mente radicalmente, sin estos conocimientos básicos, no va a comprender. Sin embargo, cuando alguien explica las teorías, en cuanto a su alcance práctico, a un público neófito podría darse a comprender con términos que todos vieran su utilidad.

Por otro lado, cuando escuchamos Bach, para disfrutar de la obra, lo único que necesitamos es abrir nuestra imaginación y exponer nuestros sentidos. Pero al igual que cualquier ciencia, en caso de querer comprender la obra, necesitaríamos conocimiento sobre fugas y contrapuntos musicales.

En la actualidad —algo que se viene cocinando desde finales de los sesenta—, la ciencia tiene el obstáculo de la filosofía competitiva. Las masas, solamente están interesadas en obtener lo mejor, con base en la cantidad y no a la calidad. Visitar unas ruinas para conocer la cultura del antiguo mundo, ahora es un vía crusis turístico, abultado de gente que muestra más la cultura del turista que la inherente del lugar. Es el reto del científico contemporáneo. Producir para expandir la mente del público, alimentar su imaginación aventurera. Mostrar un nuevo mundo, rico en diversidad cultural. El que hay a un lado de su puerta. Generar tolerancia, abrir sus sentimientos, con la ayuda de la reflexión; del pensar. Actividades de los vagos, payasos, brujas y soñadores.

Pero la competitividad hace arduo el camino del nuevo científico. Lo convierte en un gladiador moderno que pelea, no nada más con sus iguales, sino también con el pasado; lo que el público, sin capacidad de juzgar por ellos mismos, acepta como válido. Define lo hecho antes como algo auténtico, mejor a lo que existe ahora. Porque la academia, los intelectuales y la élite, ofrecen las certezas necesarias para que su marco conceptual sea inalterado. Duda de su propia experiencia, porque la masa, bajo el control de la opinión pública —crítica de inodoro— y los medios masivos, le ordenan en qué y en cómo pensar. Estos promueven la competencia banal.

La exposición científica está entrelazada a la censura; absurda censura es como se debería de calificar. Para exponer, el científico depende de jueces, disputas mediadas por élites que determinan lo que puede ser visto. El científico ya no puede ofender a las masas. Estas, con destrucción en la forma de críticas y señalamientos, llenan el vacío que les deja la intolerancia, la incertidumbre, el temor al fracaso; el de pensar distinto. Suprimen y someten sus emociones de acuerdo a los prejuicios vecinales; los del Otro.

Para sobrevivir, el científico, es arrojado a la arena para batirse; seguir la corriente. Aquel que se niega, tiene una alta probabilidad de desistir o morir antes de poder siquiera exponer. Porque a pesar de estar el mundo infestado de miles de variedades culturales; infestado de gente que desea ver algo distinto, algo nuevo, los connaisseurs, los arroban con dudas. Entonces, la persona que esclaviza su gusto a la cadena de la opinión ajena, mira inconveniente la visión del vagabundo; ese que se cree científico, pero nadie —y con esto me refiero a la élite—, comprende. Porque no sigue reglas; porque su técnica es mala; porque el público desea lo perfecto, lo aprobado. Y, para que esto tenga algún valor, debe de tener preseas; el visto bueno.

Para decirlo claramente, la culpa no es de los medios masivos, intelectuales o élites. La culpa es del público que carece de la capacidad de apreciación. Prefiere presumir —al Otro—, que lee un puñado de libros al año —a pesar de no comprender, sino memorizar frases y conceptos—. Cuelga medallas en su pecho de meditación, yoga y de las quince actividades que hace antes de las ocho de la mañana. Juzga, cuando en realidad tiene que preguntar. Vive en una competencia constante que le impide sentarse un momento a pensar, reflexionar y crear. Por eso, el que lo hace, es la víctima de críticos. Prefiere mirar al artista que le ordena la opinión pública porque su tiempo es poco; no existe espacio para la exploración, la aventura. Aprueba al científico que logró salir del coliseo, maltrecho y moribundo, pero aquí está. Se ganó el derecho a ser reconocido.

Ese es el espectáculo de los plot points. Nos gusta el drama inofensivo. No queremos pensar o que nos contradigan. Queremos espectáculo, competencia; y si la intención es hacernos sentir, que sea simple y sencillo, moderado. Explica mucho, sin contradecir a nuestras emociones o en lo que suponemos. Acaso no se dan cuenta los científicos que las personas carecen de tiempo para cumplir con las tareas que les dictan sus gurúes para vivir una vida mejor, llena de sentido. Acaso son tan insensibles que todo lo complican.

Lo cierto es, el público tiene razón al señalar: no hay nada nuevo; todo ya se dijo. Esto es verdad cuando a las nuevas voces: las censuramos, criticamos y destruimos. Demandamos cantidad en lugar de calidad. Dejamos de promover la exploración, en lugar, el científico ofrece lo común para no morir.

El mundo científico se divide en dos: (1) los que tienen acceso a la ciencia (conocimientos, recursos y motivación) y solamente escuchan a los que tienen un portafolio atractivo para mostrar. (2) La población que no tienen acceso al arte “superior” o de “calidad”. Tienen a su alcance al artista contemporáneo, moderno, rebelde; al vagabundo; a la bruja; al soñador; al loco. Exploradores de nuevos y distintos estilos: narrativa, visuales, sonoros y sabores.

Conclusiones de la mirada errante.

El progreso cree que integra a ambos grupos en las ciudades urbanas. Pero el artista urbano, también se pierde entre los “gustos” de los connaisseurs. Intenta sobrevivir en los márgenes sociales. A la larga, la costumbre lo obliga a corromper su espíritu y hacer su obra condescendiente, amable, populachera. Esta historia no es nueva, sucede desde que existen inversores que deciden cuál sí y cuál no. Lo absurdo, es que 4,000 años después, continuemos igual, censurando. Nos limitamos a una ciencia cómoda rodeada de nuestros fantasmas morales. El debate, camino para expandir nuestros horizontes, ha muerto en los unos y ceros de las redes sociales. Permitir, tolerar y aceptar que exciten distintas voces científicas en el mundo es libertad. Como público, seguimos abriendo puertas a guías ciegos e insensibles para que nos señalen las obras convenientes.

Es tiempo de mirar y aceptar que el científico moderno no va detrás de verdades absolutas. No es alguien que podamos poner detrás de la cortina que dice “profesional”. Porque su trabajo es el de mirar al mundo, esculpirlo, narrarlo, pintarlo, musicalizarlo. Darnos preguntas, para que nosotros busquemos respuestas, de acuerdo a nuestra realidad. Ya no desea integrar la naturaleza a sus caprichos. Ahora desea encontrar la manera de integrarse a ella. Ve más allá de fronteras nacionales, puras ilusiones de la vanidad y narcisismo del viejo político. Callarlos, no los va a hacer desaparecer y tampoco esto va a dar validez a nuestras creencias. Al contrario, las debilita al no existir algo que las contradiga, que las cuestione. Alguien que nos ayude a mirar con otra perspectiva.


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