Comparaciones.

Hacer comparaciones es un mal hábito. Sin embargo, es una práctica común que nos satisface de extraño modo. Las comparaciones son el resultado de una mala instrucción familiar y escolar. Es la ansiedad por ser reconocidos a través de la competitividad.

Por ejemplo, se nos enseñan matemáticas, y en lugar de enfocarnos en la metodología para alcanzar un resultado, tomamos el camino fácil. Comparamos el producto con el del vecino. Ansiosos e inseguros de no saber cómo verificar por nosotros mismos.

Los artistas remplazan la satisfacción personal que les da el oficio, por la de comparar su trabajo con la obra de otros. Aprender de los fracasos y errores de uno, deja de ser opción. La necesidad de sobresalir se vuelve obsesión, porque somos vulnerables a los señalamientos. De ahí la masiva deserción en la labor artística: falta de reconocimiento exterior.

El trabajo profesional se hace con el rigor de reglas exteriores autoimpuestas, que ayudan a liberar el espíritu creativo. Cualquier profesional sabe que el reconocimiento depende de la suerte. Y esta, sorprende al que es constante y persevera en su labor. No anda en deterioro de su energía y enfoque detrás de ella.

Una cabeza desorganizada, sin disciplina, conspira contra su usuario. Lo marea poniendo enfrente distractores que ofrecen satisfacción inmediata de corta duración. Le arrebata la energía del impulso necesario para ir cada día al desolado mundo de las ideas. 

Las comparaciones buenas no existen. Son un pretexto para escapar de la incertidumbre que es vivir la vida. En lugar de comparar los resultados con los del vecino, debemos aprender de nuestros errores y éxitos; enfocarnos en nuestro oficio.


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