El camino del mínimo esfuerzo.

Una de las características del ser humano es ser en esencia una paradoja. La mente, la biología y la psicología son sistemas independientes con misiones distintas, y en algunos casos, contradictorias. Quizá es por este motivo que siempre nos gusta hacer las cosas lo más simple posible. Paradójicamente, también somos desorganizados.

Otra característica es que, según el arte que practiquemos, determinamos el camino del mínimo esfuerzo. En caso de ser apáticos, resolvemos con mentalidad mediocre. La mente práctica somete a la idealista y, una mente creativa, resuelve un problema complejo con soluciones simples. Todo depende de la perspectiva y esfuerzo que invirtamos en pensar.

El camino del mínimo esfuerzo es la manera de administrar tiempo y energía en las tareas del día a día. Nos ayuda a reconocer cuáles son las que darán resultados a largo plazo y cuáles a corto plazo. Pero una mente desorganizada, más cuando por flojera, depende solamente de la memoria, es incapaz de reconocer las tareas que tiene que afrontar. El mapa, como herramienta de guía, ayuda a descubrir al camino sencillo, aunque no siempre libre de obstáculos. Por eso, quien pone límites a su imaginación, sobre piensa las cosas, opta por complicarse la vida rodeando los obstáculos en lugar de afrontarlos. ¿Por qué dar la vuelta o apurarse a afrontar los sucesos que los acontecimientos, tarde o temprano, impondrán?

Para facilitar el trabajo mental, y que este encuentre el camino del mínimo esfuerzo adecuado, es necesario reconocer cuáles son las tareas tediosas de las difíciles y las importantes.

Ensayo y error es la clave para encontrar ritmo y armonía. Pero sobre todo consistencia. De ahí que las rutinas diarias faciliten el oficio. Existen tareas que tanto hemos hecho, como por ejemplo, lavarnos los dientes, las manos o comer, que las hacemos sin pensar. Simplemente, la rutina nos lleva a recorrer ese camino sin la necesidad de exigir demasiado al trabajo mental.

Los grupos de trabajo tienden a complicar trabajos sencillos. Esto se debe a que nuestra mente piensa que al complicar un trabajo nos hace ver ante los demás inteligentes o interesantes. Esto es una mentira que nos hacemos. Por lo general, para satisfacer el vacío de haber logrado algo. El problema: al invertir energía y tiempo en una tarea tediosa o sencilla, al hacerla compleja nos desgastamos y posponemos las tareas que en realidad nos importan.

Automatizar las tareas que son repetitivas, patrones aburridos de la costumbre y tradición, es una ventaja. Hoy en día la inteligencia artificial facilita este trabajo. Delegar tareas es otro ejemplo. Aplicar una regla sencilla para saber qué tareas podemos delegar: si hacerla nos lleva menos de cinco minutos no hay necesidad de delegar. Pero si su ejecución demanda mayor tiempo, siempre es mejor delegarla. Para todo se necesita organización.

Conclusiones desde la mirada errante.

El camino del mínimo esfuerzo no es una característica de flojera. Es la de una persona imaginativa y creativa. El oficio de cada quien es demandante y, a la vez, satisfactorio cuando haces lo que te gusta y amas. Pero los ratos de ocio también son igual de importantes, así nos damos tiempo de mirar y reflexionar sobre nuestro rededor: las cosas por las cuales dedicamos tiempo a la labor.

El tiempo con familia y amigos es fundamental. Con una mente desorganizada, desperdiciamos estos valiosos momentos en tareas absurdas que no construyen nuestros sueños; los aletargan, quedan en el saco: Algún día.

La Gente a la que se tragó el progreso.

Érase una vez, un lugar en el que las personas hablaban de ideas. A pesar de que las pláticas giraban en rededor de críticas, se escuchaba al que analizaba y explicaba con pocas palabras.

En toda familia, existía un soñador, inventores, artistas, científicos, innovadores o emprendedores. Eran el tema de conversaciones que giraban en torno al futuro y los sueños. Eran épocas en que se hablaba de las posibilidades del mañana, de las aventuras. De los soñadores, inventores de la época, algunos lograron concretar sus proyectos, otros, sea por una mente desorganizada o por vencerse ante un progreso asfixiante, desistían en sus fantasías y se rendían a la realidad de la vida.

Era un tiempo en que el dinero era para comprar lo necesario. Los aparatos esclavzizantes de la tecnología, eran un juguete, no un estilo de vida; los viajes servían para convivir en familia, o, en la soledad aventurera, aprender sobre otras culturas. Comprar un auto de características modernas, era alimento de narcisistas, no referencia del estatuto social.

Un día, el desequilibrio racional del Ser Humano, se metamorfoseó en ansiedad, sobre todo, en las grandes ciudades. Ansiedad: producto de una confusión por no encontrar sentido a la vida. El Progreso pedía productividad, que los seres humanos funcionarán como máquinas y, ganar dinero que les permitiera consumir esas mismas mercancías que producían. Los objetos se volvieron más importantes que las ideas.

Los medios masivos aprovecharon el vacío de las personas que no encontraban sentido a la vida, y promovieron el consumo de mercancías esclavzizantes. El hombre moderno y progresista, puso sus objetos sobre las ideas. Esta era la nueva fórmula del buen vivir.

La nueva costumbre, invento del progreso, fomentó la corrupción de las nuevas conciencias que terminaron por apagar su sensualidad. En retroceso, el buen vivir, arrojó a las comunidades en un laberinto sin rutas de salida.

La autenticidad de los soñadores quedó sepultada bajo objetos e ideas insensibles. La podredumbre de las mercancías mato las raíces de la contemplación y la reflexión. Emprender ya no se trataba de crear y tomar riesgos, sino de reciclar e ir a lo seguro.

Con el tiempo, se premió al vendedor, al distribuidor que, poco a poco, extinguió al científico. El Progreso creó sistemas complejos, que se tragaron al inconforme y los vomitó dentro del laberinto: en rincones aislados y desolados, apartados de los consumidores masivos.

Las nuevas conversaciones ya no giran en torno de ideas. Los nuevos héroes son maleantes y políticos, millonarios y empresarios corruptos, vendedores que no inventan. Ladrones del trabajo y producto de los científicos y soñadores inconformes, apartados en un rincón por apestar a derrota, pues el progresó se los tragó al carecer de un espíritu corrupto para vender su trabajo.

El arte de la decisión

Las decisiones, cada que se presentan, es una oportunidad para conocernos. Son la propuesta a algo desconocido.

Nos es difícil decidir, porque nuestro enfoque, insiste en las partes negativas que un cambio produce. Queremos evadir la responsabilidad que se produce con el cambio. Decidir no es sencillo cuando no tenemos experiencia, tampoco, cuando nos cerramos a la gran escuela de los errores.

Somos seres que queremos satisfacción inmediata. La paciencia es una virtud que se desarrolla con la experiencia.

Los cambios, siempre son una experiencia nueva y, nosotros, queremos que las cosas se mantengan igual. No importa si la situación en la que nos encontramos sea buena o mala, incluso si existe la posibilidad de una mejora, queremos que todo continúe como hasta ahora. Eso es lo que conocemos; lo único que deseamos conocer.

Al final, tenemos que reconocer: una decisión es un salto de fe a lo desconocido. Es una aventura, es la posibilidad de un cambio. La situación en la que nos encontramos es una simulación que persiste en darnos identidad. Pero la identidad y la autenticidad en la realidad se obtienen durante el transcurso total de nuestras vidas. Y ésta solo sucede, cuando nos aventuramos y encontramos el valor en el cambio, cuando aprendemos de los tropiezos.

Creemos que la mejor decisión se toma con base en la cantidad de conocimientos y experiencia. Por eso, cuando no nos conocemos y pensamos en lo negativo, nos cuesta trabajo, comprender que la experiencia se logra a través de la constante toma de decisiones. Los resultados, la reflexión sobre estos y asumir la responsabilidad son los que alimentan nuestro conocimiento.

Cualquier resultado de una decisión, nunca es cien por ciento correcta, solamente es conveniente. Cada decisión está llena de probabilidades, que no son más que, un reflejo de lo que consideramos éxito o fracaso.

Lo positivo de una decisión siempre es mayor que lo negativo que arroja la imaginación. Es una oportunidad para conocer nuestros límites, en algunos casos, sirve para reinventarse, en otros es un aprendizaje. Pero el temor que le tenemos a la vida, a satisfacer nuestras fantasías sin reflexionar, a la aventura, nos condena a permanecer en el mismo lugar. Preferimos acrecentar la frustración de no cumplir con nuestros sueños, en lugar de encontrar la forma de alcanzarlos.

El miedo al cambio, al fracaso, al que dirán, es el conformismo de continuar donde estamos. Aplasta nuestra capacidad de observar las oportunidades que nos ofrece la vida.

Pero lo cierto es que, una decisión —sin importar el resultado—, siempre es un aprendizaje. Un salto a lo desconocido que siempre espera, paciente, al aventurero que lo descubra.

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