El abandono cultural

Cada día nos levantamos con dificultad de la cama. Llenamos el estómago con la comida que recomendó nuestro influencer favorito en TikTok. Pasamos las horas entre el gran tumulto citadino, mirando alienígenas; somos distintos. Tenemos cultura, leemos y seguimos las rutinas de los gurús modernos. Con desprecio observamos a la gente, emitimos veredictos con base a lo que consumimos en los medios masivos de comunicación. La cultura se define por nuestra forma de vida. Estos sentimientos y juicios provienen de nuestra indiferencia a la cultura nacional, al arte moderno de nuestros paisanos. El mediocre, señala al arte nacional como algo pobre, hecho con las patas, porque reconoce su reflejo en la obra. Los hay peores, los que critican, los que imitan los señalamientos que las tendencias dictan. Desconoce el universo de artistas que trabajan día a día en el país, porque deciden no acceder a ellos. Pero porta orgullosa una medalla de persona culta, ya que consume las migajas de la cultura extranjera.

El arte es el lenguaje de la cultura, ignorarlo es hacer de un lado nuestra identidad, perdemos autenticidad. La mente necesita de ese lenguaje para tomar decisiones y disfrutar la vida. Al optar por el rechazo, adoptamos otra; la extranjera. Sin embargo, esta vive fuera de nuestro contexto. La mirada al vacío interno, sin identidad, se satisface por el orgullo de la obra del pasado. La cual, por más mentiras que nos digamos, vive fuera de nuestra realidad actual. Nació con un espíritu que deseaba evolucionar por conducto de las futuras generaciones. No obstante, este devenir se desaceleró a inicios de 1970. Porque su exploración, cada vez más audaz, amenazó las certezas de la sociedad de entonces. Con espanto, reflexionaron sobre la libertad que se les dio a los artistas y voltearon para otro lado cuando el Estado puso grilletes a ese libertinaje. El ciudadano, de nariz respingada y educado, aplaudió con bombo y platillo las acciones estatales y, a partir de ese momento, dejaron que los sabios políticos amarraran de manos a los artistas y los soltara solamente cuando estos expusieran una obra subyugada a la mentira de la certeza. Desde entonces, la confrontación interna y cuestionar, es un pecado nacional, y el artista, un holgazán revoltoso.

México está lleno de personas que no saben ser libres, creen ser libres. Sin embargo, mantienen la falacia por ignorancia. Sus argumentos se sustentan en la superstición y la fe, se creen auténticos, debido a sus fiestas alegres y llenas de cuetes tronadores que usan para desahogar su frustración. Somos muy machos y muy hembras, de mecha muy corta, generemos conflictos donde no existen —minúsculos e insignificantes—. Proferimos insultos en montón en lugar de la acción, porque el vacío que deja la falta de identidad cultural, es profundo. El Estado, como buen lacayo obediente, no obstante mediocre, promueven espacios culturales que solamente benefician al artista aprobado por la academia o con portafolios forjados en las redes sociales. Y tristemente, expone a los nacionales que son amigos, familiares, aduladores. Por lo general, y es muy común, pretenciosos que nunca han pasado hambre. Viven bajo la cobija de estudios que validan su profesión y obra, o, hacen una obra sometida a las tendencias de los conflictos de la clase media. Por supuesto, sin un espíritu auténtico, pues, su perspectiva se filtra en las mentes de críticos y correctores para evitar el “qué dirán”.

En cambio, el valiente artista independiente, lo aplasta el dedo señalador. El índice que crítica su voz y falta de cultura o academia. Aguijonea, la vanidad y ego auténtico del artista, con lisonjeras palabras que lo invitan a cambiar; a formarse en las filas de la conformidad para ser como el resto. La copia de una copia de una copia que proviene del artista del pasado. Pero el público sensible no es tonto ni vulgar y reconoce el disfraz de ese espía. Este artista-espía vive y se mantiene, porque la mayoría del público fue despojado de su identidad y aplaude lo que los conocedores aplauden; es un ciudadano doméstico y obediente.

El artista desobediente y necio, escapa del collar de castigo, ya sea por una habilidad de gato o el espíritu salvaje de lobo solitario. Busca recintos, lucha por mantener la exploración de su identidad. Mantiene su autenticidad con propinas. Pero el Estado, como buena madre autoritaria, impone reglas y horarios para aquellos que desean vivir bajo su techo. Mantiene su control central —solamente acepta el arte de la capital, el resto, la provincia, que venga pa, acá si quiere cultura—. Arrincona al valiente que, después de enfrentar los miedos de la duda, enfrenta la indiferencia del público. Porque su obra pelea de frente contra la obra vacía del extranjero que se nos muestra con fuegos artificiales por carecer de profundidad. La cual termina por convencer a un público vulgar de que contiene los elementos necesarios para considerarse auténtica. Ofrece una nueva identidad, igual de superficial que la fiesta y el cuete tronador, al espectador vacío e ignorante.

Escapar de este bucle, aparentemente infinito, no es fácil. La búsqueda del espectador, hambriento de reafirmar su identidad a través de las nuevas visiones de los artistas que amenazan la estabilidad conservadora de un pueblo sin una identidad definida, es tediosa. Las mal llamadas, izquierdas y derechas, someten al aparato cultural del Estado porque necesitan de ciudadanos sin identidad, confundidos, insectos que caigan en sus redes centralistas de consumo y se vuelvan mercancía electoral. La Ciudad de México está infestada de museos, galerías, cinetecas nacionales, teatros, y centros de espectáculo que ofrecen de todo. Sin embargo, la obra independiente, esto es, la del artista libre y la del de provincia, está escondida debajo de la alfombra. Lleva tanto tiempo ahí, que el espectador espontáneo dejó de buscarla hace mucho, y opta por lo sencillo y espectacular. Basta ver las carteleras de teatro que ofrecen obras extranjeras o clásicas nacionales, películas palomeras norteamericanas, editoriales interesadas en autores académicos con curricular validada por intelectuales e instituciones privadas y públicas, galerías que muestran obra extranjera y de artistas alabados por una crítica bananera, salas de conciertos sin oferta nacional actual. Todos estos personajes que promueven, administran y financian a la cultura actual nacional, no son los culpables del estancamiento. Ellos obedecen las tendencias y su existencia se justifica con el reconocimiento intelectual extranjero. Al diablo, con el buen gusto, el confrontamiento de perspectivas, la crítica a través de la expresión artística, el ciudadano común, es un consumidor vulgar.

Al encontrar la obra moderna y auténtica nacional es, muchas veces, una decepción, no a causa de la artista, sino a las condiciones paupérrimas de los lugares que la ofrecen. Estos sitios existen porque aún hay guerreros obstinados en su oficio de mostrar otras perspectivas. También gracias al, cada vez menos, espectador que se niega a ser iluminado por el intelectualismo pretencioso.

No intento decir que el Estado deje de promover al arte nacional. Lo que deseo es que deje de ser el que califica y decida que se debe y no debe mostrar. Más cuando su criterio, misión y voluntad en los últimos cien años, hasta la actualidad, es dividirnos. Nos convence de matarnos entre nosotros porque la inseguridad los superó. Insiste en clasificarnos como indígenas y todos los demás. O como mujeres y hombres y todas las subclasificaciones de género. Lo que espero que hagan es descentralizar la cultura y nos dejen al resto de los ciudadanos resolver nuestros conflictos existenciales. Espero que motiven a la iniciativa privada a promover al arte moderno y que la educación sensibilice las almas de los jóvenes y les abra la mente a otras perspectivas, para que, por ellos mismos, puedan juzgar si algo les atrae o no. No como conocedores, de esos ya hay y sobran, como mexicanos sensibles e intuitivos.

En el México actual existen artistas a montones y su obra nos rodea, y aunque no nos identifiquemos con ella y volteemos para el otro lado, ahí está y es reflejo de nuestra cultura. Porque el país no gira al rededor de nosotros y están los otros que viven otra realidad. Esta obra es auténtica, se muestra sin fuegos artificiales, no es discreta, confronta al espectador que se aventura en ella. La desgracia es que cada día es menos la cantidad de personas que miran lo nuevo, prefieren refugiarse en el ayer porque les falta valor para enfrentar al incierto futuro, a menos que se les muestre con ruido y trompetas, con una voz que les diga: todo va a estar bien, aunque sea mentira.


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