La Fragilidad de la Verdad

La necesidad del ser humano de creer en mitos y leyendas nos hace presa fácil del engaño. Crecemos rodeados y llenos de mentiras, las consumimos y las propagamos. Luego, los más reflexivos, pasan toda una vida en busca de la verdad.

Si aceptamos el hecho: somos susceptibles a las mentiras, podemos asumir responsabilidades. Cuando no aceptamos que la mentira camina a un lado de nosotros, no cuestionamos, no despertamos nuestra curiosidad. Y, esto no es algo que surge de un momento a otro, es un ejercicio que se agudiza con la práctica diaria. Al no tener la práctica, somos víctimas de las ideologías, normalmente de otros.

Todo lo que llega a nuestros oídos y ojos debería de atravesar por un filtro de curiosidad. Pero entre más información navega en el aire, más complicada se vuelve la tarea. La información del día de hoy tiene un único objetivo: formar consumidores. Para ello hacen malabares los medios de comunicación; captar nuestra atención.

En el momento en que nos desconectamos y pensamos por un instante en la información que se nos acaba de ofrecer, encontramos la falacia en su estructura. Por eso, no es una opción para los propagadores de información que el usuario se desconecte. Al contrario, es importante para ellos invadirnos de información constante que nos haga estar conectados 24/7. Incluso, mientras dormimos.

La opción de desconectarnos no es sencilla y en muchos casos no presentamos ninguna resistencia. La opción de decidir ya no está en nuestro universo. Todo inicia en el momento en que una persona piensa: soy fuerte, me desconecto cuando lo decido, mi voluntad es de acero. Las nuevas plataformas, sobre todo, las redes sociales, son las constructoras de perfiles y personalidades. Un artista, un científico, un ingeniero, un arquitecto… si es del montón, esto es, no proviene de una familia acomodada, tiene dinero o acceso a impulsores de fama inmediata, necesita de crear un perfil digital y alimentarlo si desea ejercer su oficio. Así mantiene la cadena de información.

El único escape es el mismo desde hace 5 000 años. Pensar por uno mismo, aunque eso signifique violentar las costumbres de la etiqueta que promueven los del buen vivir. No porque de esta manera vaya uno a encontrar verdades —lo aclaro, esas no existen—, pero al menos nos haremos responsables de aquello en lo que deseamos creer como verdad. Quizás eso abra la puerta para regresar al debate y a la conversación. 

Caos, Orden y el Escape de la Realidad

Todo lo que ahora poseemos, todo lo que lleguemos a poseer en el futuro, es un préstamo. La vida misma es una aventura finita.


Nos aferramos a la mentira de lo mío porque esto nos da una especie de identidad. Deseamos ser auténticos. Incluso estamos dispuestos a dar la vida por nuestras posesiones materiales porque tememos dejar de ser.


Mi familia, mi pareja, mi perro, mi casa, mi auto, mi dinero, mi teléfono… todo esto que adoramos, que poseemos, son cosas que llenan el vacío por la falta de imaginación para vivir y disfrutar. Son herramientas que nos sirven, ofrecen o imponen para sostener la mentira que nos contamos. Al final de la aventura, si lo pensamos bien, quedamos sin nada. ¿Entonces cuál sería el sentido de vivir?


Esa búsqueda —encontrar sentido a nuestras vidas— es la que nos da la sensación de vaciedad. La vida no tiene ningún sentido; surge y sucede por el azar del universo; es el aleteo de una mariposa o la explosión de una estrella. Es el resultado de un evento caótico.


Estamos programados para no soportar lo desconocido, la incertidumbre: el desorden. Desperdiciamos el tiempo con la fantasía del orden al hacer predicciones del pasado para encontrar la probabilidad de una certeza en el futuro. Mientras el momento presente se diluye veloz en ese invento humano: tiempo. 


La paradoja de la vida —el conflicto entre lo real y lo que creemos que es real— nos hace huir, refugiarnos, desconectarnos de la vida con medios artificiales, transformados en soñadores pasivos.


Al término de la exploración y el escape, en el último respiro, por fin, dejamos de mentirnos. Aceptamos la realidad de que, a pesar de la acumulación de conocimiento y cosas, quedamos sin nada; en silencio y solos.


Odiamos el caos, o sea, a la creación, porque queremos orden. Meditamos para no escuchar y disfrutar el momento. Somos una especie superior y, sin embargo, un animal, una planta, una roca, no necesitan de la ausencia de ruidos para gozar del viento, del sol, de la vida, de la armonía del ruido.


En cambio, el Homo sapiens, huye de la vida. Se refugia en el escándalo, en el espectáculo, en el drama. Rodeados de posesiones —en las que se invierte para recibir el visto bueno—, quiere silencio, soledad, orden para predecir el pasado y pensar en el futuro, mientras el ahora se desvanece rápido, más veloz que un pensamiento. En ese último aliento, la vida misma termina por cederle la nada, el silencio y la soledad que tanto desea. Es la justicia poética —el humor negro— del universo.


 

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