Productividad nula

La lagartija que se baña de sol sobre el corcho

Cuando estoy agotado miro a las ventanas. No a través, ya que están cubiertas por pizarrones o fotos de personalidades y textos. También los cubre por fuera una malla para sombra, pues el sol les da directo después del mediodía y hasta el inicio del ocaso. Por los espacios de los marcos de las ventanas que abren, entran unas chismosas lagartijas que se mueven entre los cuadros y las hojas impresas. Pienso en Escher mientras las miro pegadas a la pared, nerviosas, desapareciendo y apareciendo, por detrás de las fotografías.

Entre todo lo que está recargado a las ventanas, hay un pizarrón de corcho que usé para aplicar la Matrix de Eisenhower y organizar mis tareas y objetivos del día. Ahora el corcho sirve sólo como un obstáculo que impide a los rayos del sol sobrecalentar el monitor de la computadora. El otro día, cuando mi cabeza divagó en ideas, vi a una alegre lagartija colocarse a tomar el sol en el marco del pizarrón sobre las letras de urgente. Con la mente en blanco la miré un buen rato, no sé cuánto tiempo exactamente, disfrutar del calor y la tranquilidad. Nada parecía ser más importante para ella. Luego del cese de actividades regresé a las hojas y tinta.

Fue por la noche, cuando el día se acercaba a su fin, tranquilo en la mesa de trabajo que recordé a la lagartija. Ese día, en particular, no había escrito mucho; anduve distraído y desganado. Hice un cálculo aproximado de las palabras escritas; era bajo. En la semana tampoco escribí mucho de mi novela. Tenía muchas anotaciones e ideas aquí y allá. Lo molesto era la sensación de no haber hecho mucho. Recapitulé mi día para recordar en dónde perdí el tiempo. De inmediato me molesté. ¡Tiempo perdido! ¿De dónde venía esa idea? Mi trabajo no se puede medir con una meta tan específica como la cantidad de palabras que escribo al día. Menos por las horas que le dedico a ésta. El oficio depende mucho del análisis y de jugar con las historias y temas en mi cabeza sin siquiera escribir una sola palabra por horas.

A veces me quedo frente a la hoja en blanco, sin nada en la cabeza, vacío de todo, sin palabras, sin motivación alguna. Pasó mucho tiempo, años, de limpieza a mi sistema operativo, de ese virus, de la productividad con el que se me programó. Esa infamia de contabilizar las horas que pasaba laborando con la que se me manipulaba para sentirme con derecho para disfrutar de mi tiempo libre. De lo contrario, me sentía culpable por pasar un buen rato con mi familia, amigos o tirado al sol. Había una voz en la parte trasera de mi cabeza que reclamaba sobre la manera en que desperdiciaba el tiempo, y a la vez, mi vida. La imagen era la de un compañero de trabajo que, mientras me rascaba la panza, él cumplía con sus tareas.

La escena me deprimía aún más al ver a mi rededor a las personas revisando correos electrónicos o leyendo en sus celulares, tabletas y laptops. Pensaba en que todos tenían algo importante que hacer menos yo. Las lamentaciones iban y venían; no eran constantes. Atacaban por el recuerdo de una voz del pasado que insistía en señalar que mi pobre desempeño en la escuela se debía a que perdía el tiempo en otras cosas en lugar de estudiar. Profetizaba como un oráculo griego sobre mi futuro sin esperanza, viviendo de la caridad; en la vagancia total. La estampa del miserable en situación de calle era dramática, ahí radicaba el principal problema. Mi cabeza tiende al melodrama, y en ese tiempo, las personas que me aconsejaban, lo hacían con la mejor de las intenciones y cariño y amor. Ignoraban que dentro despertaban tormentosas torturas autoinfligidas.

Toda esta depresión desinfla cualquier cabeza de la misma forma que un amargado vecino lo hace con las pelotas que llegan a su patio. Sin motivación, perdemos claridad en el trabajo que ponemos sobre nuestras manos. Lo cual a su vez nos hace mirar por las ventanas durante largas horas, poniendo nuestra atención en cualquier cosa que nos vacíe a la conciencia de realidad. El invento del internet vino a profundizar esas debilidades del enfoque. La satisfacción de la tarea completa perdió sentido; ahora lleva la condecoración de logro personal. Aunque esto beneficie, en lo general, a un extraño conocido, amigo y confidente por el contrato wifi. Es el nuevo círculo de la vida: culpa-trabajo-más culpa. La enfermedad actual, la del rendimiento.

Es una risa lo que parece hacer la lagartija sobre el marco del pizarrón. Ríe de la promesa vacía del rendimiento. Repite, a la vez que los rayos del sol golpean su lomo, produce para que tengas un futuro feliz. Trabaja hoy sin descansos; mañana podrás divertirte y dormir sin culpa. Esto me recuerda una frase suspendida en la atmósfera de la casa de mis padres: hay que sufrir para merecer. Y, aunque ahora lo veo, el sacrificio de sus sueños les dejó una vida en el ocaso de sus años de cierta seguridad económica. Pero de vez en cuando miro en lo profundo de sus ojos para saber si valió la pena toda esa renuncia y lo que descubro es un balance entre el cumplimiento y la frustración. Después de eso hay pausas largas de silencio hasta que se interrumpen por conversaciones banales espolvoreadas de señalamientos y quejas.

Es la falacia fundamental: productividad igual a dinero. Ahí en la pared y en el monitor un reloj me atormenta. Yo mismo lo escogí y lo compré y siento que lo hice por un impulso escondido en el mantra: cada minuto cuenta. A la lagartija no parece importarle nada de esto en que pienso mientras cruzamos miradas. Parece alegre y satisfecha, ¿cuáles habrán sido sus tareas cumplidas? En cambio, aquí estoy escupiendo tinta sin que mucho de lo que pongo en el papel tenga sentido. El problema es que pienso mucho, el ego, vanidoso y narciso, se interpone entre la pluma y el papel.

¿A dónde se va la vida cuando pensamos tanto en el tiempo y su aprovechamiento? Hay quien presume que encontró un balance y, a pesar de la sonrisa en su Instagram y Facebook, creo que algo oculta. A lo mejor, pospuso un sueño para alimentar una fuente de promesas futuras. Le da su tiempo a los sueños del extraño para reducir los propios; al hacerlos más pequeños, crea un vacío que se llena con viajes y adquisiciones. Pero toda esa suposición a nadie importa, porque a nadie sirve. A menos que alimente a la promesa del futuro feliz.

La promesa vacía y seductora que nos alimenta los sueños de un futuro seguro, dentro de un universo incierto. Es el combustible que intensifica el fuego de la vida. ¿Qué tan en lo correcto esté la lagartija que, sobre lo urgente, no queda más que hacer que tirarse al sol?

Al pensar en lo urgente, se me ocurre cualquier cosa que puedo hacer en menos de un minuto. Fuera de ese parámetro no creo que nada sea urgente, o, si presume serlo, no es importante. Es una de las premisas de Eisenhower. No podemos andar por ahí señalando cualquier pendiente como urgente y crucial. Lo único que uno consigue es el colapso creativo, más cuando medimos la productividad con operaciones aritméticas. ¿Cuánto haces al día? ¿Cuánto lees al año? Estas preguntas valen cuando hablamos de la producción en serie de una cosa. ¿Cuántas veces aprietas el botón al día? Nuestra vida está llena de patrones y bucles de autoreferencia que limita, si no es que extingue, a la creatividad y la posibilidad de conocerse a sí mismo al hacer una acción de manera mecánica.

El internet en un principio nos unió. Terminó creando una nueva filosofía de productividad, en la que se obtiene una ganancia con lar validez y reconocimiento. Los aplausos digitales, likes y las caritas con ojos de corazón estandarizan y optimizan la rapidez con que se entrega contenido. Nuestra forma de evaluar la calidad ya no es sensorial, a menos que el wifi encuentre la forma de que podamos mostrar nuestra más sincera y auténtica emoción al leer o ver algo que en realidad nos conmueve. Hasta ahora, lo único que tenemos a la mano, es la oferta de los emojis y corazones y aplausos que cada exposición ofrece para que podamos calificar y compartir nuestra emoción.

Esta nueva productividad me hace envidiar la vida lujosa de la lagartija que tiene tiempo para contemplar la profundidad de la vida. O, para dejarse bañar por el sol sin pensar en nada. A la mano tiene comida y las piedras del muro, que está frente a ella, ofrecen un buen refugio en caso de que sea arrojada de su actual alojamiento.

Es la revolución que se avecina, la de la contemplación que insiste en lentitud y profundidad. La que ofrece al público un arte que se toma su tiempo para existir, sin prisas. A un público que quiere analizar y gozar de la vida. Una lucha por derrocar a un sistema glotón de velocidad y volumen. Lleno de síntesis y aplicaciones que resumen en tres, cinco y diez puntos el trabajo y la vida de las personas y sus obras. Pero el revolucionario moderno vivirá en el anonimato. En un espacio donde su persona no sirva de etiqueta para explicar y clasificar su trabajo.

La rebelión de los vagabundos, sería un buen nombre para este movimiento. Ya que el mundo se construye alrededor de la marcha que ordena el reloj. Para existir y tener el derecho de un pedazo de tiempo en el espacio es necesario producir. Y, la contemplación productiva, sólo se les permite a las lagartijas. Por ese espacio, sacrificamos una calidad de vida y la originalidad que, sin el tiempo, nadie sabrá disfrutar, o comprender. Lo auténtico no se puede entender, ahí es donde la razón topa con las fronteras de la sensibilidad, a pesar de que los griegos digan lo contrario.

Al ver que la promesa nunca se cumple. Al mirar a nuestras espaldas lo que abandonamos en el camino a cambio de un futuro feliz que siempre posterga su tiempo y espacio. El sacrificio en favor de una productividad que alimentó falacias a cambio de nuestros infantiles sueños, haremos cuentas finales.

Quizá estemos en balance, a la cabeza de una mesa en la que se muestran los frutos de nuestro trabajo y tengamos una sonrisa en nuestro rostro. Entonces escucharemos a nuestras conversaciones banales y reaccionaremos a éstas con quejas y señalamientos.

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