Sensual y salvaje

El fin de semana, falto de ideas, busqué notas en viejas libretas. En una de las que escribía en mis viajes por el metro de la Ciudad de México, más que ideas, describía esas caras de miradas sombrías que viajan por los túneles debajo del concreto de la Ciudad de México. Eran apuntes de finales del siglo XX e inicios del XXI. Aun las personas no andaban agachadas con los ojos clavados en las pantallas de cristal. Tampoco llegaba la señal de las estaciones de radio. Algunos leían libros —eran pocos—; la gran mayoría miraba por las ventanas el paisaje de muros grises mezclados con el reflejo de sus rostros en los cristales del vagón.

La mayoría de las notas eran garabatos sin contexto. Había apuntes de pendientes por hacer, dibujos de caras, flores y árboles, pelones. Una nota que por algún motivo enmarqué y subrayé en la hoja sobresalió de una de las páginas. Decía «sensual y salvaje». Por más que escarbé, no recuerdo exactamente por qué escribí esas palabras. Lo poco que recuerdo es que se referían al estilo de cine que deseaba producir. Entonces iniciaba con mis estudios en cinematografía.

Sé que a eso me refería, porque a la fecha es lo que busco al escribir. Pienso que para quienes se dedican al arte, pensar demasiado es un error. Era como esos viajes en el metro. Planeaba mi ruta, pero al descender al subsuelo, dejaba de pensar. Como el resto de los pasajeros, me dejaba llevar por los corredores mientras la mente divagaba sin guía. Se abrían las puertas de los trenes, encontraba un espacio —cuando no eran las horas de más afluencia— y libraba a la mente para divagar hasta llegar a mi parada final.

Mis recorridos de un punto a otro duraban aproximadamente entre 30 y 45 minutos; así lo apunté en una nota en la que con fantasías organizaba los tiempos del día. Durante los trayectos se me ocurrían historias de todo tipo. Saltaba de un género a otro y aparecían palabras que apuntaban de inmediato. En esas notas tenía respuestas a todas las situaciones que sucedían en las historias que imaginaba. No había ninguna lógica ni razonamiento en cómo se entrelazaba todo; la vida de mis personajes simplemente ocurría. Sin filtros, sincera, mi alma me calmaba en el averno mientras la superficie vivía su rutina.

Ahí, debajo del concreto, el tiempo no importaba. Es un mundo con sus propias reglas y rutinas, donde las palabras brotan sin pensarlo mucho; esas que nos sorprenden mientras escribimos o soñamos, llevan a una verdad que ninguna técnica puede fabricar. Son imperfectas, sí. A veces caóticas. Pero palpitan.

En los años sesenta, cuando se planeó el metro de la ciudad, el gobierno tenía la fantasía de que cada administración construyera nuevas estaciones por un periodo de 40 años. Teníamos la ilusión de crear una extensa red subterránea en la que los pasajeros pudieran encontrar estaciones para su abordaje cada cinco cuadras; en algunas rutas hasta ocho cuadras. Como cualquier fantasía de un país del tercer mundo, quedó inconclusa. Lo cual obliga en muchas rutas a tener que caminar bastantes cuadras o tomar otro servicio de transporte para acceder al metro. Este era mi caso. Cada viaje, antes de bajar a los infiernos de la urbe, caminaba con una energía. En automático, al momento en que los torniquetes se tragaban el boleto para darme paso, mi energía cambiaba a neutro.

Un pasajero fortuito, en lugar de dejarse llevar por la sensualidad de su instinto, intenta razonar en un mundo anormal. Por una cuestión de fe o creencia en que los engranes del subsuelo funcionan igual a los de la superficie, camina por los pasillos hasta los últimos vagones. Va con la esperanza de encontrar menos pasajeros y apañar un lugar. También lo creía cuando viajaba acompañado y, con el deseo de mostrar mi destreza, daba un análisis del movimiento y llevaba a mis acompañantes inexpertos por mejores rutas. Pero después de años de ser uno, más de los 4 millones de personas que usan el servicio, aprendí que no hay una ruta correcta. Lo mejor es confiar en el instinto.

Viajar en el metro es igual que escribir de forma sensual y salvaje. No es por falta de disciplina. Es una disciplina distinta: la de confiar. La primera imagen mental es más honesta que la tercera visión editada. Es el deseo que sientes al escribir cuando lo haces como si fueras tú mismo el lector. Es confiar en que la incomodidad de que lo crudo es precisamente lo que hace a una novela meterse bajo la piel. Cuando escribo sin pensar demasiado, mi cuerpo escribe tanto como mi mente. Los dedos se mueven rápido, la respiración cambia, siento el ardor de las escenas. Eso no se puede planificar.

Pero ese engranaje no funciona en la lógica del mundo. Es la trampa de la perfección. Mis mejores viajes en metro fueron los que viajé arrastrado por la corriente del gentío. Lo recuerdo porque fueron los viajes que me descolocaron. Eran viajes que tenían un párrafo que no debería estar ahí, pero me partió en dos. Fue la metáfora que no entendía en mi cabeza; sin embargo, golpeaba a mis entrañas. Eso quiero lograr cuando escribo. Vaciarme al ritmo de las ideas sin procesar.

Son lejanos esos días de metro. Dejé de viajar en el servicio cuando abandonaron por completo su mantenimiento. Disfruto de la incertidumbre de la vida. Sin embargo, no me gusta que la corrupción del Estado sume a mi vida un riesgo de muerte. Pero extraño esos viajes llenos de experiencias que alimentaron tantas ideas. Me enseñaron a no tener miedo de equivocarme; en cualquier momento podía cambiar de ruta: regresar, corregir o esperar a que el instinto volviera a dominar el paseo. Todos mis sentidos estaban despiertos; todo era tan salvaje, caótico, incierto que, a pesar de recorrer la misma ruta, cada viaje era distinto.

No necesito de mis notas para recordar que en algún momento me enamoré de una pasajera. De los días en que sólo contaba con mi boleto del metro y, sin dinero, tenía que regresar a salvo al hogar. Eran momentos bañados de olor y ruidos que no lograban distraerme de las ideas en mi cabeza. Esa sensualidad influía en mi alma e inconsciente; mezclaba las historias en mi cabeza sin ninguna lógica.

Esos viajes, sensuales y salvajes, son a los que deseo llegar cuando escribo. Quiero que las palabras fluyan sin filtro, sentir su irrigación a través de las venas de mis brazos hasta las llamas de mis dedos. Escribir hasta el último aliento. Luego, editar para limpiar las muletillas que salen de la pausa en que pienso. Pero no antes de haber dejado que el alma diga lo que vino a decir.

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