La cómoda mentira

Vivimos rodeados de mentiras. Incluso, nosotros mismos pretendemos ser alguien que no somos. Las mentiras son las que mantienen en equilibrio a los naipes de nuestros castillos. No es algo moral o inmoral. Las representaciones son parte del desarrollo del ser humano. El ejemplo más claro es la simulación que se nos enseña para representar a un hombre o a una mujer desde pequeños. Se nutre a las mentes de características —al no ser un descubrimiento natural— o de comandos, que nos llevan a la conclusión sobre el género que se desea representemos. Lo mismo sucede con las redes sociales (nuevas o viejas) que están llenas de consejos y opiniones que nos ayudan a construir nuestros perfiles. Nos dicen —aconsejan— de cómo comportarnos según lo que deseamos ser (aparentar).

Es un juego que existe desde que somos sociedad. Los mitos y las leyendas son los instrumentos mágicos que maquillan el reflejo de nuestra imagen. Así se nos prepara hasta llegar, en muchos casos, a creer en algunos como reales. Existen un mundo de motivaciones para cada una de las mentiras que escuchamos. De forma muy general y para simplificar —no es mi intención analizar los motivos—, sirven para aligerar los sufrimientos de la vida.

Aligerar los sufrimientos de la vida, no es lo mismo que hacer como que no existen. El monstruo de la comunicación hace que tengamos conocimientos de sufrimientos que unos años atrás eran suavizados por el velo de la ignorancia y la censura. El velo que nos cubría de sufrimientos, dependía del espacio geográfico que habitábamos, del estatus social y de la suerte. Similar en la actualidad. Pero la corrupción hace que las comunicaciones exageren los sufrimientos ajenos y exacerben los propios. A pesar de estas características, existen personas sensibles que pierden la cordura cuando las mentiras no apaciguan a sus emociones. Los llamamos locos, dementes, brujas, vagabundos, salvajes y con otros nombres al no encontrar un adjetivo especial que los define. Los incluimos en un grupo demográfico al que consideramos apestados.

A diferencia de estos apestados que no logran resolver o digerir sus conflictos mentales que los deja en aislamiento, están los científicos y los artistas (a los cuales siempre llamo: científicos). Los científicos intentan salvarse de la prisión de las mentiras al aclarar las mistificaciones de las que somos víctimas. De ahí que la política y la religión, sistemas que hablan con mentiras, los señalen y descalifiquen.

La alegoría y la metáfora, en la simulación actual de la necesidad de sentirse ofendido, son los instrumentos de la narrativa menos comprendidos. Reciben los ataques feroces de los fanatismos y de las ideologías al estimular emociones que, encendidas, alumbran las esquinas donde las creencias y las conjeturas planean sus movimientos.

Los farsantes modernos llenan las cabezas de sus aduladores con alucinaciones para bloquear al pensamiento crítico. El adulador apático no obtiene ningún beneficio al defender y propagar mentiras. Vive de creer las fantasías y mitos porque su realidad, sin la capacidad de analizarla, es una carga insoportable. Al no contar con argumentos que nacen de la ciencia, defiende su inocencia con suposiciones y señalamientos. Es un truco de magia tonto.

La apreciación artística no tiene reglas estrictas, aunque se insista en escribir libros y dar talleres que nos quieran enseñar con base en un procedimiento. El arte despierta emociones que necesitamos cuestionar. Es el razonamiento sobre estas emociones lo que nos hace apreciar las obras de arte —apreciar no se refiere a gustar o no gustar, sino a reconocer la fuerza de una obra para convocar nuestras emociones—. El espectador no tiene que explicar su método ni resultados, es algo exclusivo y único para él. Es un evento que se desarrolla según su propia experiencia de vida. La falta de esta sinceridad con uno mismo es la que explotan las figuras de poder para motivar a la censura. Un arte que nos hace cuestionar nuestras creencias es un arte peligroso para aquellos que promueven mentiras porque estarían obligados a sostener con acciones sus dichos.

Por ejemplo, las religiones. Su universo se sostiene de mitos y leyendas; este no es algo bueno o malo. Tampoco es una cuestión de creer o no creer. Las religiones del norte o sur; de oriente u occidente; todas, intentan dar una guía para dar significado al YO. Según la interpretación que les demos a sus textos, avanzamos a un estado genuino y único. Un verdadero religioso haría caso al profeta de su fe e interpretaría (analizar) las palabras del libro sagrado con las menos suposiciones posibles. Analizando todo a través de la experiencia propia, consciente de que el resultado de sus análisis sólo lo afecta a él y a nadie más, con la duda y la mente abierta para refutar sus creencias, es como fortalece su fe.

La apreciación nunca da un resultado absoluto, es una experiencia personal. El conflicto es cuando lo personal, lo auténtico, se comparte como un hecho que se sostiene con las pinzas de lo supuesto. Las personas más confundidas son las víctimas de los charlatanes que ofrecen hechos como resultado de sus interpretaciones. El ser humano siempre busca el camino más sencillo; autoexplorarse requiere de valor y un gusto especial por la aventura. Pero, sobre todo, la consciencia de saber que nada es verdad. El camino a la incertidumbre, cuando en los flancos, la mentira más grande de todas: la verdad absoluta, hacen valla, puede ser tortuoso si no se recorre con sensibilidad y valor.

El arte, poco a poco, también pierde su sinceridad natural que tanta ayuda ofrece a nuestra especia para cuestionar las mentiras que nos bañan día con día. Orillamos al artista a vender su obra para sobrevivir. El artesano actual debe de acomodar sus telas según los gustos del mercado. Aunque existen artistas que pelean contra esta práctica, los espacios para mostrarse son pocos y de difícil acceso. La oferta actual es de arte curado por conocedores y académicos que perpetúan mentiras como la del genio y el talentoso. No porque no existan; en la actualidad estas categorías se le otorgan al más obediente de los discípulos de los medios de comunicación.

Un vendedor de casas, de autos o de seguros omite información para vender sus productos. Con la omisión, explota el miedo de sus clientes para evitar que sus emociones cuestionen sus motivos. A esto estamos orillando a los científicos de ahora. A manipular las palabras y acomodarlas de tal forma que nos hagan sentir obligados a o necesitados de adquirir sus productos. Por miedo al error y a mostrar lo que sentimos, por lo complejo que nos dicen que es comprender el arte, consumimos lo que se nos dice que debemos de consumir. Tenemos ya colocado el programa que nos dice que lo espectacular, lo que sostienen críticos y conocedores, es un buen producto. Cuando nos atrevemos a cuestionar sus criterios, somos señalados como los locos, ignorantes y salvajes. El pensador crítico queda aislado por el deseo de saber.

Tarde o temprano las mentiras nos cansan y es cuando recurrimos a la ciencia y nos aventuramos a aprender nuevos sabores. Los salvajes son los primeros en llegar y arrastran al resto de la gente. Y así de fácil, todo vuelve a comenzar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba
es_ESEspañol