El escritor —mira como cualquier otra persona—, es curioso. Guarda en su almacén de la memoria los detalles, los olores, los colores, las muecas, las figuras, las acciones, las emociones y los sabores. Todo lo coloca en distintos estantes, armarios y cajas para utilizarlo cuando la creatividad toque a su puerta. Lo guarda todo. Hay datos que utiliza de inmediato, pero la mayoría queda en el archivo para usarse en un momento no definido aún. Custodia sin ser consciente.
Toda esta información en el archivo va a tener muchas utilidades que se entrelazarán con otras ideas del ático. Las capturas primero deben descansar. El autor las encuentra y hace malabares para crear emociones. ¿Por qué describir idas y conceptos cuando se puede transmitir sentimientos y sensaciones? Es la aventura de muchos escritores. Recorrer los laberintos donde mezcla los recuerdos con las ideas y plasmarlas en papel.
Cualquiera puede pensar que acceder al almacén de las ideas y capturas es caminar por un largo pasillo hasta llegar a la puerta del ático, abrir ésta y revisar entre vitrinas, estantes y armarios. Quizás se piense en una silla puesta en un espacio completamente blanco, ausente de todo, en el cual se convoca a estos bits de información para hacer las quimeras y generar las columnas de letras necesarias para dar forma a sus oraciones, párrafos y páginas. Pero moverse entre ese laberinto no es cosa sencilla. Como cualquier pasillo con entradas y salidas, perderse es fácil. Incluso, hay escritores que desean perderse entre los pasillos de la mente para lograr sus trabajos. Permiten que el flujo de ideas discurra por los brazos y dedos y salgan expulsados sin forma, sin lógica. Es un trabajo incómodo y contraintuitivo.
Se supone que al escribir se conversa con uno mismo, ¿quién lleva una plática con este divagar de ideas que fluyen como sangre en las articulaciones del escritor? El plumífero sabe que no hay prisa, es paciente y deja que todo suceda, luego podrá editar, porque nada es absoluto ni definitivo.
Ese es el mayor de los trucos o complicaciones, según cómo se le mire. El escritor pasa mucho tiempo leyendo, para disfrutar y para aprender. Vive en constante adquisición de palabras que le sirvan de unión para construir ideas y entintarlas. No es sencillo saber esto y, a la vez, tener que olvidar todo a la hora de trabajar. Las reglas son una cuerda que no domestica a las ideas, las asfixia y, a veces, las mata. Nadie quiere ser el asesino de sus ideas libres que nacen en el espíritu curioso.
Memorizar es la peor de las desgracias del ser humano. Usar la capacidad de retener y almacenar sin procesar. A cambio del oficio de retener ideas, confrontarlas y comprenderlas. Se nos enseña y premia cuando mostramos nuestras capacidades de recordar palabras textuales. Muchas veces sin reflexionar en estas, sin comprenderlas de verdad. El conocimiento existe para que nos lo apropiemos. El que memoriza y repite el conocimiento de otros, vive en otro bello tiempo del pasado. Memoriza para escapar de la responsabilidad de construir su tiempo. Las ideas se exponen no para crear verdades absolutas, sino para que sean refutadas y evolucionen o desaparezcan si no tienen nada que ofrecer.
Muchos escritores llegan al punto de creer que sus ideas no son buenas; necio clasifica y etiqueta para domesticar y entender. De ahí nace la excusa, que es cierta, para no escribir. Las ideas, cuando se domestican, son pobres, porque las ideas vienen de los sueños irracionales; viven en un mundo sin reglas ni normas. Domar lo que habita en la mente antes de que se expulse, con saliva o tinta, para complacer y encajar en el corral o la jaula, es desgastante. Después de eso, no queda fuerza.
Ese manual o texto vulgar de bits que navega en el ciberespacio de autoayuda o consejo se puede utilizar como una catapulta para agitar las neuronas y hacer la mezcla entre recuerdos e ideas. Para eso, antes de escribir, hay que vivir o, para muchos, sobrevivir lo suficiente para llegar al lapicero y dejar un registro de los fracasos, triunfos, decepciones, frustraciones, buenos y malos amores. Sin vida, lo que a uno le queda es replicar las palabras de la nostalgia y la memoria estatuaria. Más letras para el mosaico de las certezas que llevan a ningún lado nuevo.
La danza certera en el camino amarillo del ciberespacio, bajo el susurro de bits disfrazados de estrellas y soles, es la aventura del distraído. Característica tan necesaria para el moderno introvertido —enfermo o cobarde—, que desea mostrar sus perspectivas de la vida. Joven y sin sueño, muere entre muros materiales y sufre y todos escuchamos sus lamentos. Vivir y ser curioso ya no es un lujo, es cosa rara en este espacio al que solamente llegan turistas que nos tuercen la mano para que le pongamos a todo precio y lo repartamos con collar y correa incluida. Incluso, a la curiosidad.
El exterior es donde persiste la vida. El escritor, como Hilts, quiere escapar y vivir. Aunque el encierro es la fábrica donde se fusiona el producto, las dudas y confusiones se despejan mejor al aire libre, bajo el sol, entre copas de árboles, sobre el pasto, mientras se goza la tierra húmeda. En las cúspides es donde inicia el flujo de inspiración, sobre este flota la distracción.
Al flujo salvaje es al que se aspira a llegar. Río abajo para pasar de largo el arrastre de la clasificación de ideas entre buenas o malas. El juicio moral atosiga a la idea original que termina dócil para ser molde de un castillo de arena. La apariencia de un castillo inaugurado con fuegos artificiales que estresan a los perros libres y salvajes de la calle.
El escritor observa y analiza con la pluma. Se encierra dentro de las páginas de libros que le sirven para afinar su curiosidad. Mirar es su verdadero oficio. Vivir y pensar son sus artilugios. La pluma y el papel, sus extremidades por las que se expresa.
