La obsesión por ser reconocidos y valorados está colocando un tipo de cadenas a nuestros pies de las que es difícil escapar. La prisión no es una construcción reciente. Durante años se ha armado, paciente, ladrillo a ladrillo. En la actualidad abarca tanto que ya no alcanzamos a ver los muros que la limitan. Es tan gigante que creemos que somos libres y no prisioneros. No hay carceleros, nuestros miedos, supersticiones y costumbres, bastan para mantenernos dentro de las celdas. La bóveda sobre esta prisión es una gigante pantalla que presenta la clásica película del bien contra el mal, para alimentar el debate moral entre los prisioneros y no piensen en escapar.
El arte es uno de los tantos caminos que nos llevan fuera de esta prisión. Sin embargo, la censura orilla a que, para sobrevivir, el arte se mantenga dentro de los márgenes de la popularidad. Los muros de las normas de los modernos arquitectos asfixian al escritor que desea comunicar su mensaje. Como todo lo demás, lo clasifican: bueno o malo. Los verbos, adjetivos y demás alegorías maquillan ese desprecio o aprecio por los autores. El prisionero, que por el encierro ya no sabe decidir por sí mismo, lee en esos grandes muros las sutiles sugerencias para saber cuáles son los gustos de la temporada y actualizar su programa. Así, y solo así, puede funcionar dentro de la comunidad que lo abraza. Hay que tener grupos dentro de una prisión, de lo contrario, estás a merced de los depravados y salvajes, puestos y creados para mantener a la sociedad de la prisión, en grupos de fácil manipulación y controlables.
Dentro de los muros de la prisión se practica la ilusión de una democracia. La utopía de esta ilusión, imposible de alcanzar mientras la religión (cualquier religión), rasque la comezón del lomo de la bestia. La resignación es la insignia que cargamos cuando no deseamos saber de aquello que hace tambalear nuestras certezas y los conocimientos que llamamos absolutos: así debe de ser, es una frase limitante que agranda al muro.
Pero el deseo de alcanzar la utopía de la ilusión no es un mal objetivo. Si es cierto que nuestra especie está para vivir en comunas, la perspectiva única del individuo es la realidad que ayuda a la sociedad a caminar por los estrechos pasillos de la prisión consciente del sufrimiento de vivir.
Los miedos son la censura que hace un sándwich de ilusiones: esperanza. Y, cuando todo va mal: destino. Antes de estas palabras que toman lo complejo y lo simplifican para ser digerible, no hay barrera más que la mirada única del artista.
Los espacios son pocos donde podemos mirar y leer las mentes que nos desmenuzan para encontrar su esencia. No es que hablen de la verdad o su visión sea única y absoluta. Su exposición atiende al deseo de amortiguar el dolor de vivir en una prisión de la que solo se puede escapar en sueños. Exponen, para ofrecer otra perspectiva, un camino comunal que nos saque de las celdas y, con el tiempo, de la prisión.
Nunca es agradable saber que se es esclavo cuando otra persona, igual de finita que uno, explota nuestros miedos para conseguir un mejor habitáculo. Es un zarandeo brusco. La quimera popular se anuncia espectacular. El alimento ideal de los sueños. Las fantasías aún son necesarias para escapar del encierro de la vida. La nueva comunicación masiva sobredimensiona el drama para vender y ayudar a los glotones en sus celdas llenas de lujo y despilfarro. Los prisioneros, temerosos de un despertar, uno que no sea brusco, sino sutil, despotrican contra el pensamiento crítico. Prefieren sumirse en las fantasías que les ofrecen espectaculares. Incluso, promueven la censura al dejar la curiosidad desvanecerse entre el trazado de las ilusiones disfrazadas de certezas.
Muchos escritores viven con un dolor interno cuando la dinámica los obliga a comercializar su arte. Tienen que agradar y no es fácil hacerlo cuando se trabaja con un velo en los ojos que lo empaña todo. Es un espacio tan grande que hay lectores para todo. Pero la mercadotecnia insiste y clasifica el trabajo y censura a los escritores que no alcanzan los estándares. La práctica hace que todo sepa igual. Capas y capas de lo mismo. La justificación de esta censura es la misma: ¿qué sabe el público sobre lo que quiere? Ni hay lectores. Aunque sea cierta la afirmación, es claro que la escasez de lectores existe por los precios de libros y el acceso a la literatura actual. La facilidad con la que se encuentra contenido embrutecedor es absurda en un mundo donde existen tantos escritores que intentan publicar.
Las plataformas digitales son las que levantan la mano y ofrecen facilidades a los autores. Pero los escritores publicados, promueven la idea de que no todos los textos deben de existir. Para eso existen los filtros de edición y control de calidad que se hacen. Para que el público, ya domado, no pierda el tiempo en textos sin la supervisión de un crítico responsable. El autor que utiliza estas plataformas, abusa de ellas. Escriben sin parar, sin revisar, sin control. Esto no es dañino, pero sí aleja a los lectores que se aventuran en el mercado independiente. El oficio se vuelve en una tragedia, cuando un escritor utiliza las herramientas digitales para que escriban por él. Está tan sumido y enterrado en la prisión que no sabe ser libre, ni siquiera tiene la visión para entender lo que es libertad.
El buen uso —de autores comprometidos con su arte—, de las plataformas digitales, crea una nueva asociación con la idea de lectura. En lugar de conectar todo el arte con un intercambio comercial, desea asociar su texto con una invitación al diálogo, al debate que fortalezca un pensamiento crítico. Textos que alimenten la curiosidad e imaginación del lector.
Las normas comerciales de las editoriales para publicar un libro son válidas. Tienen que sobrevivir y ofrecen un mercado de empleos importante. Estas no pueden tomar el riesgo y esperar que el público se aventure a lo desconocido a cambio de sus billetes. Por eso, debe deben de existir autores independientes. Para que continúe el susurro de la realidad entre los pasillos de la prisión a la que estamos recluidos sin ser conscientes, por la creencia de que nosotros decidimos.
Hay que reducir nuestras publicaciones a cenizas para no esperar nada de ellas. Libres y salvajes, que pelen entre ellas y que sobreviva la más fuerte. Nuestras creaciones no pueden ser domesticadas para que se consuman como series de Netflix o se comercialicen como figuras de Pokémon.
El mensaje queda ahí, depende del público que desea tener otra perspectiva para acceder a este. Pero no es su obligación. Tampoco, como autores, debemos de creer que el mundo nos debe algo. Publicar es sencillo. La decisión es la sinceridad de nuestras palabras y ¿qué tanto estamos dispuestos a sacrificar para comercializar con nuestro arte? ¿Qué tanta necesidad tenemos de agradar?
