Con mucha emoción

¿Puede el escritor independiente luchar contra todo el universo para defender unas horas del día para sentarse a escribir? Es una pregunta del ego del escritor que surge cada vez que lo confronta la realidad en la que, ni a persona o el devenir del día, le importa si escribe o no. Es el rezo de cada escritor por la mañana: dos, tres u horas, o más, de calma para poder escribir. Después de que el día haga lo que se le venga en gana. Nadie escucha sus rezos, a nadie le importan. Es más, seguro hay días en que, por obra del día, encuentra esa calma, pero en esas horas la musa no aparece; llega cuando el caos regresa con un ataque feroz para terminar con cualquier indicio de tranquilidad.

Lo cierto es que debería de sentir vergüenza por concebir esa pregunta. Cuando en el mundo existen oficios necesarios que se construyen en una atmósfera de caos. El albañil que levanta muros bajo un sol agresivo. Las personas que barren y limpian pisos con la amenaza del viento y los constantes transeúntes que no esperan. El cirujano que opera en medio de gritos y aparatos que le demandan velocidad. El odontólogo que huele bocas en abandono. El deportista que funciona en medio de gritos que desean su fracaso o una lesión y le demandan a la vez excelencia en cada presentación. ¿Por qué el escritor desea ser privilegiado y que se le deje trabajar dentro de una celda silenciosa?

Ese sueño egoísta lo tiene pensando en el exterior. Al momento en que toma la pluma, en su interior, inicia una guerra interna: el escritor contra la resistencia que intenta hacerlo desistir a cada palabra. Ese es el primer enfrentamiento. Luego vienen los conflictos entre las ideas encontradas que le dan paso a un sinfín de negociaciones entre los personajes que habitan en su cabeza. Pero la cabeza no puede expulsarlos con una visita rápida al baño. Necesita de esos conflictos para crear. Es un caso que el mismo produce.

Cada escritor tiene una fórmula para autodestruirse. Digamos que es una bomba de tiempo que se alimenta de incontables emociones que están a flor de piel. Fuera de esos instantes de concentración, o locura, como se prefiera clasificarlos, tiene que funcionar. Claro, cuando tiene el tiempo para hacer el hábito y la facilidad de robar dos horas al día para trabajar sin molestias, nadie del mundo de los vivos sufre las consecuencias de la batalla. El problema es cuando el escritor, a causa de la práctica social, no tiene ese tiempo. Es cuando todos a su alrededor sufren con él las consecuencias de la guerra interna.

La única forma de deslindarse es apartarse de su camino y esperar a que la batalla del día llegue a su fin. De nuevo, el problema de no tener ese tiempo para que el escritor resuelva los conflictos sin llevar la batalla a otras fronteras. ¿En qué momento del día dejan de lado las confrontaciones irracionales y emocionales que están en constante intercambio de palabras? ¿Cuándo acaba el poema, el capítulo de su novela, el artículo diario o cuándo consigue una buena oración para empezar?

Es una cuestión de disciplina y humildad, no permitir que su mundo interior invada el mundo de los vivos. Pero hay cabezas más ruidosas que otras y, por una cuestión de ego, cada persona mira con gravedad sus propios pesares y con ligereza el de los demás.

En esas cabezas ruidosas e indisciplinadas, la discusión interna no da tregua. El escritor intenta mantener al margen la irracionalidad de su interior en un mundo exterior que presume ser racional. Sin embargo, el mundo de fuera es reactivo, pues vive bajo el gobierno autoritario de sus emociones. La diferencia entre los mundos que desgasta al escritor es que los personajes vivos y sus conflictos existenciales están ahí, fuera de la bóveda, donde se alimenta el cuerpo y se disfruta de una taza de café. Para el escritor independiente, ese mundo exterior ya no es un descanso o un escape. La rutina, la disciplina y el silencio salen expulsados del paraíso. Entonces la pluma se convierte en un ser irascible e irracional.

A nadie le importan las razones de la irritabilidad del plumífero. Que eso lo resuelva solo. El mundo necesita de inclusividad, fraternidad y tolerancia. No hay lugar para su amargura. Bien podría integrarse al mundanal ruido exterior y disfrutar de la vida. En lugar de empañar el cristal con el que mira con sus corajes, podría verlo todo a través de un celular. Parece ser un mundo prometedor. No existe la forma de defender el oficio del escritor cuando el alcance de sus letras es corto. Lo cual es una carga más de la obstinada pluma que, a pesar de todo, continúa avanzando por la orilla de un abismo emocional que lo obliga a vivir en un bucle.

Más que un Sísifo que inicia el día con su roca, cada vez que tiene la pluma en sus manos, comienzan una oleada de emociones que debe mantener por un largo rato hasta encontrar el momentum. Cada interrupción significa volver a arrancar todo de nuevo al tomar la pluma en sus manos. Quizás pueda mantener la idea en la cabeza y tomar notas. La experiencia le enseña a un escritor independiente, no depender tanto de sus notas que, al revisarlas, olvida el contexto en el cual fueron escritas. Hay ocasiones en que, durante una conversación o una comida, puede tomar un papel y apuntar con lujo de detalles las ideas. Pero la vida no funciona así. A veces esas ideas llegan cuando está en una discusión álgida o se encuentra frente al veterinario que le da indicaciones sobre la enfermedad del perro. Ahí, siguen en función los engranes de la cabeza. No obstante, toma notas con la esperanza de usarlas después en el artículo o párrafo. Pero cuando la sesión inicia, el garabato o la idea, perdieron toda lógica. El momentum se perdió. Hay que poner en marcha todo de nuevo.

No es cuestión de segundos. La mente acomoda, sin la conciencia de su portador, las ideas a placer, a menos que tengamos la disciplina de arreglarlas en archivos específicos o hilarlas a un espacio de la memoria. Aun así, al recordar, se perdió la emoción que originó el contexto y esa nota pierde su sentido de existencia. Ese es un momento cruel del día, cuando llega la resistencia en forma de lamentaciones y frustración, entonces abandonamos la pluma y miramos Instagram o leemos algo en el internet. Así pasan las horas que, por una crueldad del destino, no las interrumpe nadie. Entonces nos encontramos en medio de un oasis de silencio, sin ruidos externos, sin el drama de la vida cotidiana. Ahí, si logramos vencer a la resistencia, nos decidimos, a la Proust, recuperar el tiempo perdido para quitarnos ese abrigo de culpa de la improductividad.

Eso es, cuando vencemos a la resistencia. De lo contrario, el tiempo sigue su curso y las emociones continúan calentando a la cabeza. Es cuando, por alguna satisfacción perversa de la vida, se nos atraviesa nuestra pareja, el vecino, nuestra familia con la idea de compartir y hablar. Para ese instante, el ardor consumió la dosis diaria de paciencia y tolerancia a las interrupciones. Cualquier asunto externo se hiperboliza.

Es posible una organización para apartar tiempos y lugares en los cuales el escritor pueda llenar de tinta sus hojas blancas. Pero tiene que ser flexible; ser agua, diría Bruce Lee. Lo difícil es desconectar el cúmulo emocional con cada capricho del día. Se hace el esfuerzo de dejar los papeles en el escritorio y salir a la calle. Lo que no puede hacer es sacar de su cabeza ese jardín que sembró y cuidó durante el día. Es una carga, no es molesta, pues es donde viven sus historias. Es una carga que decide llevar durante el día con la esperanza de que la musa, al compadecerse del sufrimiento, adapte sus tiempos a los de la pluma.

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