La perseverancia en tiempos digitales
Cada vez que inicio una novela, mi disciplina consiste en sentarme a escribir todos los días. Es más fácil decirlo que hacerlo. Aunque me propongo apartar dos a tres horas, la glotonería de las tareas ajenas devora el tiempo. Defiendo y busco la pluma en esos momentos complicados. El oficio requiere de una fuerza y convencimiento para cumplirse; antinatural para el ser humano. Escribir es un acto solitario y perseverante.
La pluma que confía en el proceso es la que queda satisfecha al final del día. Escribir tiene una similitud con el cuidado del jardín. Cuando siembras las plantas, no se trata de echar tierra en una maceta y de vez en cuando regarla. Es posible que algunos cactus sean así, pero no todos. Necesitan de cuidados si queremos un cactus fuerte con flores y frutos sanos.
Cada mañana abro los ojos dispuesto a dar un salto para salir de la cama y escribir un poco antes de que las demandas de lo cotidiano golpeen con fuerza mi mesa de trabajo y me exijan que las atienda. En lugar de dar ese salto, me invaden las dudas sobre mi trabajo y los avances hechos: me deprimo. No importa que digan los resultados, a esas horas, siempre están en contra. La resistencia a comenzar algo tan antinatural como escribir es potente. Con los ojos puestos en el techo contemplo el campo de batalla del día. Las piezas están en su sitio, y en lugar de dejar las divagaciones y pasar a la acción, me dejo consentir por las sabanas y mis perros, que al ver la poca voluntad por darles de comer, me lamen ansiosos el rostro. Es la alarma que interrumpe cualquier tonta planeación; de cualquier forma, nada va a ser como lo imagino. Los lengüetazos y garras en brazos y piernas me lanzan fuera de la cama. A partir de ese momento, todo objetivo u organización que tenía para la batalla pierde sentido.
La única planeación de mi día es la estructura de la novela. Aunque se sostiene con frágiles pinzas, sigo el plan. Por la experiencia sé que todo cambia cuando los personajes se vuelven salvajes y libres de las ataduras de la imaginación del autor. El oficio tritura mi energía, la débil mente a penas tiene fuerzas para luchar contra la resistencia. La satisfacción descansa en ser consciente de que, a pesar de todo, no me detengo; con un descanso aquí y allá basta. No siempre es ideal, me gustaría decir que logro 1,000 palabras o más en mis sesiones. Pero todo eso es inconstante, a veces la musa aparece y fluyen las ideas y las palabras. Otras veces exprimo las palabras para rescatar el día con un párrafo decente, o me conformo con una oración perdida entre borradores. Lo principal es no detenerme más que para tomar aire con una vuelta a la manzana.
Mi vecino, funcionario de seguridad pública, me saluda en la entrada de su casa con una cerveza a lado. En su casa la mano fuerte la lleva su mujer, que ni lo deja tomar ni fumar en el patio siquiera, o cualquiera que sea la razón por la que decida hacerlo en el marco de su puerta, no importa. Con todo, y el matriarcado que gobierna su casa, decide que hay días en que puede no trabajar; aun así, el cheque le llega. A los plumíferos que tienen un patrón demandante que habita un pequeño loft entre oreja y oreja, al momento de que se me ocurre descansar, me baña en reclamos.
Admito que soy esclavo de ese monstruo, pero no es el único que me tortura. En ese edificio mental vive también el escritor que presiona para proyectar. Su rutina atiende a la demanda de crear un perfil que habite en el universo del wifi. Su tiranía encrudece al final del día. Siempre señala la falta de compromiso y los pocos avances en mis objetivos. Es el vicio moderno, la productividad.
El patrón y el escritor hablan y discuten sin que intervenga para no estimular sus corajes. Los escucho mientras contemplo a la Pandilla Salvaje. Algunas me observan desde su posición, otras echadas con las cabezas colgando de la orilla de sus camas, descansan, hasta roncan, ajenas a las disertaciones de la mente. Las voces internas por fin callan y tomo la pluma; escribo para ser libre. Es el tiempo para pensar en algo más auténtico. Esa fragmentación del escribano moderno entre el que escribe para sí mismo versus el que escribe para ser visto es la que envenena al alma inocente que lo único que desea es contar una historia.
Lo que más perturba a mi alma es la dinámica del consumo actual que me empuja a escribir en la búsqueda de seguidores y la de cincelar letras para colocarlas en el mercado en busca de compradores. Las monedas son pocas, caen despacio y desaparecen rápido. Es como viajar río abajo en un bote pequeño con la corriente en aumento. Crees que tienes el control de la embarcación, pero sabes que es mentira; lo pierdes y sólo esperas que al chocar no sea un golpe mortal.
Hay que saber adaptarse a los cambios inevitables de la modernidad para continuar en la aventura. Es la lectura de escritores de otro tiempo que, después del maratón de su novela, los editores la publicaban, la melancolía que siento. Había lectores que apreciaban el valor de leer una historia desarrollada con paciencia. Era otro tipo de calidad la que buscaban. Eran historias que ahora parecen ser mitos. Es una nostalgia que me empapa cuando escribo para pescar seguidores y compradores. Esas líneas me desgastan, se chupan el tiempo que antes usaba para leer y contemplar sin prisa. Me desgastan y exprimen la energía que necesita mi voluntad para tomar la pluma y escribir para mí. En mi caso, los cambios sucedieron veloces, justo cuando mendigo. Estoy a la espera para ver en qué evolucionan el nuevo negocio entre la autenticidad y la supervivencia.
Los ruidos suaves y solitarios, que sólo se escuchan a cierta hora, anuncian la proximidad del alba. Tuve la perseverancia para escribir a pesar de todo. Es un acto solitario que trasciende al éxito y al fracaso.
