Entretener ideas en la cabeza y funcionar.

Las conversaciones, internas y externas, con una o varias personas, generan ideas. Impresiones de la realidad. Expresarlas les da solidez. Ese es el objetivo, no el de aceptar cualquier impresión como real y auténtica, sin filtrarla a través de nuestra consciencia.

Quienes memorizan conceptos, se envuelven con facilidad en las ideas de otras personas. Cuando escuchan una proposición que les asombra, por instinto y pensando en primer orden, la guardan en sus cabezas. No las cuestionan, la aceptan, son grabadoras de recuerdos, no creadoras de imágenes propias. Compartir esta impresión sin aceptar la responsabilidad de sus fallas, peor aún, no reconocer su autenticidad, no nos hace dueños de la proposición. Nos hace autómatas de las proposiciones de otros.

El autómata es el que opina lo mismo que otro. Él que pierde la capacidad de preguntarse y confrontar conceptos. El que, por miedo, no da su punto de vista. Es incapaz de analizar y reflexionar las propuestas ofrecidas, ya sea por ignorancia o porque suponerse inferior.

Para expresar nuestras ideas, necesitamos de valor y compromiso. No se trata de arrojar lo primero que se viene a la cabeza ni de decir lo contrario a las propuestas de otros. De ser así, entonces es preferible morderse la lengua y aceptar lo que la mayoría decide. Y esto también es atenerse a las consecuencias.

Lo verdadero, lo real, es poder decir lo que piensas sin temor a ofender. Aunque exista la posibilidad o suceda, nunca debes de guardar silencio. Todos tenemos un punto de vista, ya que todos tenemos distintas perspectivas de mirar la vida.

Hablar por hablar es mal visto y ofensivo para quienes han cuestionado, analizado y reflexionado sobre sus impresiones. Cualquiera puede generar críticas, pocos dan alternativas u opiniones con fundamentos.

Perdernos en un bosque de ideas es sencillo. Hasta la mente más tranquila puede perderse en una conversación que demanda la ansiedad de dar respuestas rápidas. Escuchar no es sencillo cuando tienes de frente al que solo prolifera sandeces sin sustento. Claro, cualquier proposición contraria a nuestra perspectiva, es un ataque directo a nuestras certezas.

Debemos respetar los puntos de vista de la gente, incluso cuando estos parecen ser absurdos en una primera impresión. Escuchar con la intención para comprender. Lo primero es identificar cuál es la propuesta, la pretensión de lo que se quiere explicar. Lo segundo, es cuestionar las bases del argumento. Es aquí cuando se complica la conversación, más aún, cuando quien da argumentos es disperso y navega por las costas sin el deseo de comprometer sus proposiciones.

La atención es esencial para captar las distintas ideas, confrontarlas mentalmente con cuestionamientos internos y, a la vez, continuar con el hilo de la plática. Cuando estamos concentrados y con la mente abierta, lograrlo no es complicado. Una proposición débil está llena de datos que son meramente un relleno, hay que identificarlos y desecharlos. Solamente enfocarse en aquellos que sean sólidos y respalden la idea principal.

Lo mismo funciona cuando llevamos a cabo deliberaciones internas. Es fácil distraernos por la ansiedad de nuestra mente con la primera impresión, esto sucede porque una cabeza desorganizada, es un sistema complejo cognitivo. A qué me refiero con una cabeza desorganizada, aquella que no tiene capacidad para concentrarse, imaginar y confrontar propuestas.

Mucha de la culpa es por la incapacidad para demorar la gratificación. La paciencia es necesaria para pasar de una idea de primer orden, al segundo orden, lo que es lo mismo, a nuestra mente racional y lógica. Aquí es donde la idea es puesta a prueba por nuestra imaginación y recursos de la experiencia. Por medio de certeros bombardeos, la mente disciplinada cuestiona las proposiciones, e.i., filtramos la impresión de un sistema complejo a un sistema sencillo y digerible.

La claridad mental surge al adoptar un sistema que funcione para reconocer una idea buena de una mala. Todo, mientras se funciona con normalidad. Tenemos que instruirnos a deliberar y decidir, ya sea en voz alta o en silencio.

Podemos estar en una situación en la cual nuestro plan ya no puede continuar. Cuando somos invadidos de argumentos con intereses contrarios al original, un momento así es angustiante, incluso, en las mentes más frías y calmadas. Decidir no es sencillo cuando careces de la capacidad para discernir entre ideas y escoger la más viable, la correcta.

Cuestionar nuestras impresiones, auxiliarse con las de otras personas y confrontar argumentos entre sí, es agotador. El simple hecho de decidir que ordenar en un restorán se complica cuando el menú está lleno de opciones. A esto le podemos sumar nuestros hábitos de dieta, si engorda o no, si produce malestar o no, la hora del día, etc. Todos son factores válidos y, cualquier decisión que tomemos, va a dar resultados distintos. Pero si aprendemos a desechar, o mejor dicho, a reducir la cantidad de decisiones en segmentos digeribles, seremos más libres para elegir.

Vista de manera simple, la mente parece un órgano que conspira contra nuestros deseos. Esto se debe a nuestra falta de claridad y seguridad en nuestros deseos y objetivos. Cuando tenemos una misión clara, hecha con reflexión, nuestro instinto se convierte en un aliado. Cuando nuestros objetivos no son claros, peor aún, los sometemos a los juicios de terceros, el instinto nos es desfavorable la mayor de las veces. Entonces dejamos todo en manos de la buena fortuna y esto es, superstición.

Disfrutemos entretener dos ideas contrarias en nuestra cabeza. Analizarlas y no escupir idoteces. Seamos conscientes de lo que deseamos obtener y seamos responsables de nuestras decisiones. De lo contrario, uno termina dejando que los intereses de otros guíen nuestro camino.

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