Revolcarse en el lodo

La voz auténtica nace del caos

Las reuniones que tienen a más de tres y menos de nueve invitados son en las que se puede desmenuzar un mismo tema sin que se formen grupos y acaben dispersos. Seguir el hilo de historias y discusiones y de disfrutar cuando un asunto, en dos o tres bocas, a veces menos, se transforma. Cada uno de los asistentes tiene una voz, ritmo y tono únicos. Las tonalidades y ritmos descubren las distintas perspectivas. Una misma historia, narrada por dos personas, por ejemplo, resalta detalles distintos en cada ponente. Esto es a lo que podríamos decir que cada individuo tiene su propia voz.

Esta voz toma forma con el tiempo; el proceso inicia con las primeras palabras. Para aquellos que deciden por el oficio de la pluma, encontrar una voz propia y plasmarla en la palabra escrita, es una búsqueda que se hace en paralelo. Ambos recorridos son finitos; se cumplen cuando morimos.

Esa autenticidad que nos regala la apariencia de una voz única aparece de repente, sin que uno se dé cuenta. Vive en el lodazal de las letras que se imprimen momento a momento, día tras días, hasta que dejamos de pensar que estamos escribiendo; cuando con la práctica nos vaciamos para hacer espacio, el cual llenamos con interrogantes en forma de sugerencias. Después, el camino está cuesta abajo. Mientras no se llegue a ese momento, escribir puede volverse en una actividad tediosa y forzada. Las palabras ajenas y rimbombantes llenan los espacios que la falta de voz propia deberían de cubrir. Es un acto natural que aparece cuando por la inseguridad copiamos o imitamos.

Esta práctica es un ejercicio común en las actividades que necesitan el empleo de la imaginación. Todos tenemos esa capacidad, pero hay que domarla con la razón propia para enfocarla en algo tan específico como narrar historias. Esto nos lleva a copiar textos que ya fueron validados con la idea de que obtendremos el mismo éxito. Por supuesto, abusar de la imitación aprisiona nuestra propia voz. Esto, a su vez, genera una frustración y sufrimiento que nos termina por hacer desistir en la aventura de escribir. La fortaleza de nuestras motivaciones que nos impulsan a escribir nuestras propias historias es las que nos libera del impulso por reproducir con una voz ajena. En otras palabras, cuando revisas tus textos, deseas que suenen a ti y no a la voz de otra persona. De lo contrario, todo se vería desde una misma perspectiva y, ¿quién quisiera vivir en un lugar donde todo es lo mismo?

En los tiempos actuales se invierte tanto en lo deslumbrante que da la apariencia de que todo es similar. Esto atiende a la demanda de un público que desea la comodidad estética de lo espectacular. Mira aquí para que no veas allá. Es un truco viejo y barato. Quien, al reconocer estos patrones, lo hace sentir incómodo, está dispuesto a cambiar al mundo. Se transforma en un aventurero en busca de un arte sincero. En sus andanzas encontrará todo tipo de obstáculos que intentarán hacerlo desistir. Dependerá de su pasión para perdurar en la aventura. Sin una grande, desviará su camino al encontrar una insignia mentirosa que le dé la ilusión de libertad a cambio de sus sueños salvajes.

Los premios tangibles, a través de engaños, se convierten en eslabones de una larga cadena que nos mantiene sujetos a un muro. Aprisionados, depende de nuestra obediencia, la longitud de las cadenas con las que se nos sujeta. Inmóviles, parados en un charco de orines de miedo, nace de nuestro interior la ansiedad por librarnos. El reflejo llega tarde, cuando ya no soportamos los largos e incómodos silencios de la libertad. Queremos el ruido que producen los fuegos artificiales para distraernos de las ataduras y las haga ligeras. El dolor más agudo llega de jalar y luchar contra esas cadenas que nos agotan hasta llevarnos a la resignación de aceptar que estamos atrapados. Pero la prisión es inexistente, es una ilusión, producto de la falta de pasión por la aventura. Al creer que nuestros conocimientos deben obedecer a ciertas reglas de las que, en nuestro interior, no estamos seguros de que sean ciertas, creamos muros que nos protegen de la posibilidad de otra realidad.

El tiempo que llevamos encerrados nos hace creer que todo es real y lo reafirmamos con certezas que nos inventamos. Es cuando aparece lo divino y nuestro miedo lo clava en la cruz como ofrenda a un Dios al que le rogamos que mantenga nuestros prejuicios intactos y los valide. Esta obsesión se transforma en una fórmula que sostiene a un sistema que finge, a través de la creencia, en producir sin parar, ser la solución de nuestros males. Sólo así, con la cabeza ocupada en asuntos que cubren el vacío en lugar de llenarlo, es como creemos ser libres.

Esa palabra tan ambigua, la libertad, no en su significado académico y etimológico, sino en su contexto práctico, se disfraza para convencernos de que ser libre es hacer cualquier ocurrencia que escupe una cabeza mal alimentada. Al contrario, es la peor de las esclavitudes cuando obedecemos a la anarquía de la falta de reconocer nuestra ignorancia. Son las almas simples, olvidadas del paraíso, que trabajan con la motivación del reconocimiento; siguen reglas y creen en fórmulas para el éxito, las que no tienen escapatoria.

La voz de una pluma persistente, sabe que la libertad se obtiene de la perseverancia, en alimentar a su cabeza con dudas para cuestionarlo todo. En el profundo silencio de la soledad se reconoce que la paciencia es el verdadero significado de la libertad. Más que un prisionero, se mira a sí mismo como un jardinero que siembra y riega para recibir frutos y flores. Es la libertad de trabajar en su campo, consciente de que habrá días con sol, otros sin sol y otros en los que llueva, lo que libera a su imaginación para crear conexiones creativas con la información de su entorno. Cada día despierta con la sabiduría de reconocer que nada está bajo su control. Se reconoce como una partícula de comportamiento errático e impredecible que vive dentro de un sistema dinámico, sensible a las condiciones iniciales.

Ni siquiera la mente que vive bajo un régimen oligárquico o autocrático le asegura a uno el tiempo que aparta para reflexionar, pensar y contemplar. La mejor de las respuestas que el universo puede ofrecernos es que dejemos llevarnos por el movimiento galáctico. No confiemos en nada más que en el momento presente. Si nos enfocamos en el pasado o intentamos predecir eventos de los que no tenemos el control, nos arrebatamos la oportunidad para sorprendernos. Pero, ¿qué sucede cuando la sorpresa es mortal? Lo que es sorpresa es que exista la esperanza de que se puede manipular el juego del tablero para prolongar lo inevitable. La sorpresa es que echemos mano de la tecnología para no disfrutar del placer de sufrir el hecho de la vida. Evitarnos el gozo de robar tiempo para contar una historia, larga y pausada, que nos invite a la contemplación, al dejar el placer en microprocesadores conectados por una red que satisface nuestra necesidad por lo inmediato.

Nuestra urgencia por desear objetos nos ha hecho olvidar la satisfacción de poseer algo perdurable. Siempre pensamos en los objetos y les damos un valor alto. Quizás por lo tangible de los materiales. Pero se nos olvida que la literatura no es un adorno, es transformación. Toda la ciencia transforma nuestras mentes al ofrecer una perspectiva distinta. Los artesanos que moldean esa otra realidad, conocen el valor de sentarse a pensar y confrontar sus ideas. Toman los frutos que otros jardineros sembraron y los utilizan para alimentar sus sueños de dudas, para saciar su hambre de conocimiento. Su búsqueda consistente en desmenuzar para comprender el mundo que los rodea. Esto, a lo que se llama intelecto, no proviene de la memorización. Se da de la comprensión, de la creación de oportunidades que inviten a concretar conceptos bajo nuestras propias normas y reglas, sin las cadenas de lo absoluto y verdadero.

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