La duda

Antes de leer un libro, huelo sus páginas. No importa si lleva años en mi biblioteca o unas horas antes lo hojeé. Cada vez que tomo un libro me gusta oler entre sus páginas. No es un fetiche, es un hábito. No es por una cuestión romántica o de superstición. Lo hago para recordar que leer es una aventura. Junto con la primera taza de café, es un momento de placer de mi día.

El hábito nació cuando descubrí que pensaba en el texto, su forma y estilo, en lugar de dejarme guiar por el autor. La maña atendía al oficio de escribir. Leer es lo mejor de los maestros. Pero, la forma en que llevaba esta práctica, era complicar mi momento de escritura. Entorpecía mis ideas y la manera en que aparecían.

Uno de los estorbos más grandes que tiene el escritor a la hora de trabajar es el contenido de su cabeza. Se pierde un tiempo escribiendo con el fin de entrar en eso que llamamos el flujo o la zona. Cuando escribes —no todo el tiempo sucede, pero pasa más seguido de lo que uno cree—, tardas en pasar del modo de enfoque al modo de flujo. Tu cabeza no para de poner enfrente ideas y reflexiones; no para de analizar conceptos. No se puede hacer mucho contra esto, es el trabajo de la mente.

Escribir, sin embargo, es el escape de todo eso. Es como caer en un vacío hasta sentirse suspendido sin ninguna referencia que nos despierte y nos muestre que estamos en caída libre.

Cuando el escritor se deja dominar por el miedo, lo cubren las inseguridades. El escape es un camino tortuoso entre paredes altas con alambrados en el tope. Pasillos largos con bocinas musicales llenas de señalamientos y correcciones inexistentes. Entramos en cuartos de espejos para mirarnos cómo creemos que nos miran otros, a pesar de que, en realidad, nadie nos pone atención. Es la incertidumbre del creador la que sirve a la vez de arma y a la vez de verdugo.

Mientras la mente del escritor no navegue en el mar al ritmo de la marea y se entrelace con el oleaje, sabotea su trabajo. Detiene la dinámica que demanda el oficio para motivarse y respirar. Un respiro siempre es bueno cuando las ideas y los malos pensamientos nos ahogan.

Todo viene de esa tradición de ponernos a competir y comparar con almas que viven fuera de nosotros. Esto debe de ser, porque cuando uno descubre su verdadera alma y sus exigencias, se vuelve abrumadora la competencia con uno mismo. Nos engañamos; agota menos compararse con otro y suponer que él es reflejo de una excelencia. Pero la decepción observa y espera paciente el momento adecuado para mostrar sus garras y sus ojos sangrientos.

Cuando todo es competencia, los errores son de mala educación. Ofenden al que se digna a leer los textos y palabras de alguien que las críticas y compara. Es mejor que todo se diga igual y se vea como un supuesto ideal, para hacer todo en serie: la industria de ideas. Pensar es de mal gusto y hacer pensar a otros es una declaración de guerra. Copiar es la solución del que quiere evitar enfrentamientos y necesita un ejército de huestes, aunque estos sean mercenarios. Después de Cervantes y de Shakespeare no hubo nada nuevo; todo se ha dicho.

El escritor que persevera es el que encuentra un estilo. Aquel que confía en el proceso. No porque este sea bueno o malo. Corrige a cada paso con base en su ritmo y a lo que desea expresar, no sobre la base de los deseos de un público que cree saber lo que desea escuchar. No porque los lectores o el público sean insignificantes en el proceso. Ese lector que siente y reflexiona por sí mismo es el que disfruta de la vida, del debate, de la buena conversación. Es el lector que habla para comunicar, no para convencer. Ese público no crítica: lee y reflexiona en silencio. En la misma soledad que el autor.

Cada autor tiene una perspectiva diferente, puede copiar estilos, usar herramientas tecnológicas si lo desea, pero eso, lo aleja del gozo y el placer que da la escritura. ¿Es racional hacer esto? ¿Buscar aduladores mecánicos? El escritor sabe que su oficio es irracional; de hecho, vive en constante conflicto con aquellos que los hacen racional y lógico. De ahí que existan estilos e ideas similares. El mismo cuento de siempre. El único instructor del escritor persistente es el ensayo y el error. El deseo de aventurarse en el mar de las ideas y conceptos hasta encontrar las palabras propias, el estilo propio. Lo que se dice: la voz propia.

La confianza en el oficio llega con la perseverancia en escribir. Es la disciplina lo que mejora la técnica. No existe un secreto místico y tampoco existen reglas. De ser así habría un único libro, famoso y especial, con el procedimiento paso a paso. Escribir es navegar en un mar que a veces está calmo y otras veces te coloca en medio de una tormenta. Tienes que aprender a saber cuándo utilizar las velas y mantener el balance a lo largo del recorrido. Administrar recursos y energía para el trayecto. Mientras mantengamos esto con disciplina, podremos disfrutar del oleaje, del viento en la cara, de la libertad del mar abierto; de lo contrario, nuestra suerte se hundirá. Cada vez que estás con la pluma y el papel, es una aventura nueva, distinta a la anterior. Libre de imposiciones, lo único que debes de encontrar es balance y ritmo.

Los críticos, señalamientos, correcciones de otros siempre existen; el desarrollo del ser humano se dio en un ambiente que reniega los cambios por temor a las incertidumbres. Prefiere las cadenas de normas y la seguridad que le brindan verdugos y carceleros antes que aventurarse en la vida. El riesgo es alto, siempre es alto. Pero lo que debemos de recordar es que la perspectiva de cada persona es única. Nadie más, jamás, podrá replicar nuestra voz y perspectiva si se habla con el alma, si se escribe en el vacío, donde la voz nace del interior sin la influencia de nada exterior más que de las sensaciones e imaginación del escritor.

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