Instinto de escribir

Crecí en un rancho platanero en donde todo el tiempo se discutía sobre el clima. Esto influyó para que estudiara en la Fuerza Aérea Mexicana meteorología. Aprendí que, a pesar de los conocimientos y las herramientas, un pronóstico del clima nunca es 100 % exacto. Es como cualquier ciencia. Incluso al apoyarnos con datos que se comparten por todo el mundo, como boyas en el mar, estaciones meteorológicas, satélites y, hoy en día, hasta supercomputadoras. Aun así, el encargado del platanar tenía mejores predicciones con solo observar y hacer caso a su instinto.

La meteorología, como estudio y aplicación, tiene que ver con el caos. Para pronosticar es necesario revisar y estudiar muchos datos para poder determinar los desplazamientos de las partículas en la atmósfera. Hasta ahora es imposible, incluso con la inteligencia artificial, alimentar un sistema tecnológico con la información y dar un pronóstico certero. Son demasiados datos y reglas que cambian con una mínima interferencia. Se dice para explicar la teoría del caos que, cuando una mariposa aletea en Asia, genera un huracán en México.

Escribir es parecido a la meteorología: no es un evento ordenado, es un evento caótico. Sin embargo, nuestra incapacidad para afrontar las incertidumbres rodea al proceso de normas; pasos a seguir.

Aristóteles puso por escrito en La Poética las primeras reglas. Un instructivo para “saber cómo” contar historias. La intención era hacer una guía de interpretación. En cambio, cuando las normas son aplicadas literalmente, el ejercicio se vuelve mecánico.

El constante uso de la literalidad de las normas apaga los momentos de reflexión —el estilo—, diluidos en las formas que complacen a los connaisseurs. En esencia es inseguridad. La aversión a la incertidumbre es poderosa en nuestra cabeza. Tanto que pasa su tiempo entre conspiraciones para hacernos desistir.

Todo esto agota al público que, en lo general, ignora los procedimientos de operación y sus razones, hasta llevarlos al hartazgo. Cuando los escritores dejamos de ser sinceros, arrinconamos a los lectores a buscar refugio en las autoridades, que son las que “saben” clasificar las obras. La idea es domesticar el trabajo del artista. Estratificar el universo de estos para dividirlos y confrontarlos.

Cuando me encuentro en una encrucijada, dentro de un bucle o falto de ideas frente a la hoja en blanco, decido ser desobediente. Escribo sin mirar atrás hasta vaciar la conciencia y dejar que las ideas fluyan.

Pero a la hora de tomar la pluma llegan a mi cabeza las palabras: práctico y útil. Estas parece que me agarran de las muñecas. Entonces mi instinto empieza a jalonearse con esas reglas, malditas reglas. Las que aparecen en todos los rincones de mi cabeza.

Pero no me detengo y sigo con la esperanza de sacudir todos los estorbos. Soy como un perro que jala de la correa. Lucho contra esa necesidad de medir mis progresos en ganancias de seguidores o económicas. Es triste que aquel que superó el miedo a la exposición quede en la incertidumbre al no cumplir con las expectativas del mercado.

Cuando estoy en esta posición, pienso que las soluciones están fuera de mí. En los textos de las normas. Algo no termina de convencerme por completo de las pocas líneas que escribo. Ritmo, longitud, palabras pretenciosas ocultan el verdadero error: lo común.

Al final de la sesión, a la hora de transcribir y editar, la incertidumbre chupa la poca energía que queda. Voy a mi rincón de lo ordinario y aceptable. El camino más sencillo para creer que soy útil. En las tardes y noches llega la voz de mi instinto. Estoy insatisfecho, quizás incómodo por no tomar las armas y escribir sin miedo.

Como buen soldado, atiendo al llamado de la trompeta y marcho al paso del tambor. Esos días en los que no llega la musa, también miro de soslayo a ese nuevo enemigo: la inteligencia artificial. La uso como los griegos usaban a los oráculos. Pero hay diferencias; esos profetas de Atenas eran humanos; la IA es una máquina de patrones que critica sin sentir. A mí me gusta equivocarme; aborrezco los acentos y sus razones de existir. Es mi naturaleza; las reglas siempre me han hecho recorrer un camino en el que no hay la posibilidad de que mi cuerpo quede hecho pedazos.

Después de la breve crítica de la IA, pregunto: ¿dónde quedan mis ideas y palabras? No hay lugar para los errores. No queda tiempo para saborear un flujo de ideas sin sentido más que para quien las escribe.

Entonces veo a la Pandilla Salvaje correr por el jardín. Hacen caso a su instinto y ladran y aúllan.

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