Por descuido y la falta de disciplina, la Pandilla Salvaje generó una ansiedad que desencadenó ataques entre ellas. Dejé que sucediera el primer encuentro, creyendo que arreglarían sus diferencias a causa de las cachorras recién llegadas. Desde los primeros perros que estuvieron en casa, el deseo fue que fueran libres sin el yugo del ego humano. Los perros obedientes que funcionan como extensiones de la vanidad de sus amos nunca han sido de mi agrado. Parecen más un carrito de control remoto que perros. Me siento incómodo con las caras y posturas de esos dueños que presumen lo petrificado de su alma al mostrar la “correcta” obediencia de un perro domado.
No consideré que una de las razones de esos entrenamientos es inculcar el autocontrol. La ignorancia dio consecuencias. En la segunda pelea, los ataques fueron contra la más débil y tierna de la jauría. En un chasquido, la disputa se convirtió en un intento de crimen. Antes de que este problema llegara a niveles trágicos, tuve que introducir el silbato para fomentar un respeto mutuo. La intención es detener la reactivación.
La solución popular es encadenar a los más reactivos; separarlos en patios o azoteas. Los golpes y gritos también son un recurso de aquellos que olvidan la capacidad de la razón para convertirse en el primitivo chimpancé que vive en nuestros genes. Escogí la paciencia y la perseverancia. Un silbato de perros para hacerlos regresar a los tiempos en que convivían, ladraban y ayudaban como una pandilla.
Entiendo que es mejor tenerlos sometidos por completo. Que estén alerta solo a nuestro llamado. En lo personal, eso no me ayuda. Necesito que corran y capturen ideas. No quiero bloquear su capacidad de comunicarse con emociones. La pandilla es aún sensual y ese es el principal problema. Este comportamiento surge justo en el instante en el que estoy en la transcripción de mi nueva novela y la promoción de Tu tanta falta de querer. El tiempo nunca es propicio para el que desea vivir sumido en la nada, en constante contemplación y rodeado de perros.
Para sumar al problema, en estas fechas dan inicio las celebraciones decembrinas en las que los vecinos del pueblo suspenden su vida cotidiana para vivir 20 días en continua fiesta. Primero celebran un aniversario local que se enlaza con la celebración de la Virgen María. Las celebraciones son, como en todo México, llenas de fuegos artificiales, batucadas y música en vivo. Por vivir cerca de la iglesia, mi jardín parece estar a las orillas de una zona de guerra. No bastan los fuegos artificiales de la gente en el patio de la iglesia; también necesitan desahogar su frustración por las calles aledañas a mi casa. Y, al igual que el pueblo, la Pandilla Salvaje explota con cada explosión.
Trabajo con pluma en una mano y el silbato en la otra. Es importante mantener la calma en todo momento para no sumar a la exuberancia que le sirve de identidad al mexicano.
Son distantes esos días en los que le pedía a la pandilla opinión sobre mi escritura. Reaccionaban a las emociones del texto que leía en voz alta para obtener su aprobación. También cuando ladraban y saltaban por el patio intentando alcanzar las estelas de los cohetes que explotaban en un cielo de finales de otoño. En esos tiempos tenían un enemigo en común que transitaba más allá de los muros de sus territorios. Ahora, el llanto de una provoca una verbena. La ansiedad los tiene al borde del ataque. Ni siquiera Bach o Mozart ayudan a calmarlos.
Entiendo que la Pandilla Salvaje reaccione a cada explosión, sonido de trompetas y tambora; ese ruido es incomprensible para ellas. El resto del año escuchan al canto de las aves y soportan la mirada de un arrogante gato gris que circula por los muros. Ahora, el pobre felino corre asustado por los fuegos artificiales sobre él y por la amenaza del jardín, donde la pandilla espera a que caiga con un tropiezo. Lo que no entiendo es la insistencia en tronar cohetes sobre el tronido de cohetes, sobre gritos, cantos y trompetas desafinadas.
Es un mes largo; además, está la comedia de las reuniones llenas de abrazos falsos y buenos deseos condescendientes. Ahí, para aligerar el trabajo y esperar que mi cabeza escape de la tensión en la casa, inicio conversaciones sobre libros. Estoy a la pesca de ideas para saber qué espera el público al leer a un autor independiente. Pero ya nadie lee. La moda son las series de televisión. Las telenovelas modernas.
Pero son demasiadas de las que hablan, aunque parecen similares, por eso me confundo. Mi conocimiento es básico. Luego siguen las conversaciones de la política moderna sin ningún intento de análisis; el objetivo es señalar y criticar. Vuelan especulaciones de un lado a otro y ninguna aterriza para llegar a una verdad conveniente. Todo es ideología y fanatismo. Las dos correas que amarran a una persona para domar a sus mentes.
Llega un momento de la noche en el que acaricio el silbato brillante que guardo en el bolsillo. Mi pareja —la telépata— agarra mi brazo sin distraerse de la conversación que tiene. Me molesto, quiero hacerlo sonar para observar las reacciones y cambiar todo este escándalo de rumbo. Lo sé, sería inútil; el sonido solo lo perciben los sensibles oídos de la pandilla. Puedo sentirlo, los gritos pronto se convertirán en una pelea. Con los ojos pregunto a mi pareja: «¿Debemos participar en la pelea?». Ella niega con la cabeza y una sonrisa.
Los viejos imponen su autoridad con insultos y berrinches elegantes. El guateque acabó sin ningún contratiempo. Solo los orgullos y egos sufrieron bajas. Espero unos minutos; es momento de despedirnos: «Los perros están solos, ya es tarde». Entre abrazos y más besos, la convención de los buenos deseos condescendientes. Sobresalen disculpas por el comportamiento disfrazadas de referencias a personajes de series de televisión y políticos. Personajes que olvido en el interior del coche. Solo recuerdo las miradas rojas y los cuerpos tensos que esconden reclamos.
En el camino de regreso es una conversación diferente con mi pareja. Intentamos olvidar los momentos incómodos y lo logramos. Hacemos planes. Mientras pienso en sacar algo de la reunión que sirva para escribir. A tres calles antes de llegar a la casa, fuera de la iglesia del pueblo, un grupo de alegres borrachines discute. Al parecer, desean continuar con la fiesta en medio de la protesta de unos policías y vecinos que los intentan contener. Es poco más de medianoche; los fuegos artificiales continúan. En la casa, la pandilla nos recibe con saltos. Después de jugar y fumar mi último cigarro del día, voy a mi escritorio a leer para después dormir y soñar.
