Una mirada al síndrome del impostor

Sea que trabajes frente a un escritorio de 9 a 18; recibas ropa sucia en una lavandería; o pases horas encerrado en una cabina con un cristal enfrente, son constantes los acechos de las dudas sobre la dirección de tu vida. Es una voz interior que cuestiona la manera en la que desarrollas tu trabajo o el rumbo que llevas.

El síndrome del impostor es un trastorno psicológico que en la actualidad se menciona en las conversaciones de artistas. Pero este trastorno está presente en la vida de muchas personas. Su diagnóstico es joven, apenas en 1970 un par de investigadores lo detectaron. Y, al principio, creían que afectaba únicamente a las mujeres. Así que poco se sabe del asunto.

Una vida de dudas

Estos tiempos modernos, en los que sentirse ofendido, son una tendencia y se pelea contra la censura, con censura. Hablar de un trastorno que parece una excusa para justificar la falta de energía que se imprime en un oficio, es meterse a nadar en un mar bravío. No obstante, quienes hacen un trabajo constante y repetitivo, encuentran un significado muy personal del absurdo de la vida. Estas personas, más allá de ser flojas, son personas con miles de preguntas en su cabeza. Muchas de estas son paradojas. Tiene un conflicto en conciliar la realidad con lo que creen que es real.

Estas preguntas generan dudas, pues la paradoja, nunca se responde en un sistema binario. Esta creencia de responder todo con una dicotomía se debe a los custodios de la verdad. Personajes de la vida común que, por un motivo u otro, aprueban, señalan y califican el trabajo de otros. Cuando todos los esfuerzos se transforman en señalamiento y correcciones, las dudas inundan la confianza. Las maneras de responder a estos cuestionamientos —¿por qué quién hace todo perfecto?—son variadas. Está quien forja un escudo de arrogancia; quien engrosa la piel; quien se vuelve un cínico; o, simplemente, un pesimista. Los más frágiles, en apariencia, los inocentes e idealistas, son los que persisten. Estos son los que cargan la mayoría de las críticas y, cuando sobreviven a ese trayecto de pedradas, al final del día son quienes hacen la diferencia en el mundo.

Los riesgos son para los cobardes

Todo este vericueto viene a razón de un artículo (dirigido a escritores) en el que el autor menciona que el síndrome del impostor sucede cuando se escribe sobre lo que no se sabe. Daba como remedio —él mismo presumía de esta medicina—, a escribir sobre temas dentro de nuestro círculo de competencia. Sí, esto es un remedio. Evita críticas y puedes responder contraargumentos de los asuntos tratados con un aire superior. Pero escribir, no es un asunto de escritores que buscan vivir de ello. Escribir es una herramienta para descubrir y aprender.

Existe un verdadero placer cuando uno se topa con una persona que se aventura en una labor que está fuera de su círculo de competencia. Lo cual no debería de sorprendernos porque es lo más natural del Homo sapiens. Pues la mente humana vive hambrienta de conocimiento. Lo innatural —y triste—es ver cómo abandonamos la oportunidad de vivir una aventura por aprender o de intentar cosas nuevas, por cuidar las apariencias. O por el temor de que se deforme la imagen de macho Alpha, todo lo sabe y todo lo puede que tanto nos cuesta construir.

La democracia de los oficios

Considero que ningún oficio está por arriba de otro. En determinadas circunstancias, los empleos se vuelven prioritarios. Por ejemplo, no creo que la labor de un médico sea más importante que la de una persona de limpieza. Sin embargo, al estar como paciente en un quirófano, prefiero ver al médico y no a la persona de limpieza. Pero a la vez, me gustaría saber que el quirófano está limpio y desinfectado antes de que entre mi cuerpo para ser esculcado. La limpieza es una de esas empresas valoradas cuando no está hecha.

Estos oficios —los que suceden detrás de la cortina—, son los menos reconocidos. La falta de reconocimiento, hace al oficio —para los ejecutantes—aburrido. Esta es una de las causas que desarrollan el síndrome de impostor. Y, es muy común.

El mito que genera inseguridad

De ahí que el oficio del artista esté entrelazado al síndrome. La idea romántica del creador, vuelto loco, expulsando sus demonios para dar con una obra trascendental, es un mito. Muchas personas, de espíritu aventurero y rebelde, vuelcan sus esperanzas en la creación artística para proyectar las deliberaciones de su alma. Empapados en pasión creadora, coordinados con la danza de la fantasía, cuerpo y mente, laboran con la esperanza de crear una obra magnánima. Un escrito, pintura, música, que transformarán al mundo. Pero las probabilidades de que esto suceda son bajas en los primeros trabajos. Hacer arte es un oficio que produce, en lo general, resultados poco valorados y reconocidos.

Aquel que persiste, necio en el sueño, es el que descubre que hacer arte, es como cualquier otro trabajo: con horarios estrictos, organizados para dar alcance a las metas y objetivos. Mucho de lo que produce, el artista, no obtiene reconocimiento ni aprobación. Sobre todo de aquellos custodios de la verdad que de un plumazo cambian el rumbo de las vidas. Entonces llegan las dudas, las paradojas sin respuesta concreta.

Este absurdo modo de vivir, genera deserciones, malas caras; mucha frustración. Richard Nixon en vida promovió la vida productiva; criticaba al que no hacía nada. Fundó las bases del elogio al trabajo productivo en Estados Unidos. Aunque cabe aclarar que sus críticas se dirigían a las personas que pasaban el día en los campos de golf o pescando. Al igual que mucha de la cultura de ese país del norte, este elogio se escurrió a México. La diferencia, fuera de las gentes que viven en las grandes ciudades, es que en el país se valora mucho el arte de no hacer nada.

La búsqueda de una originalidad que nos haga únicos; distintos al resto

En la actualidad, con tanta información fluyendo de un lado a otro a cada segundo, la empresa por ser auténtico parece un imposible. Cada idea en nuestra cabeza, entre más original parece ser, más común es encontrar que alguien ya llevó a cabo algo similar. Acostumbro a abrir los talleres y clases en que soy ponente, con el siguiente mensaje: Shakespeare y Cervantes ya lo dijeron todo. Lo hago con la finalidad de evitar el sufrimiento de los alumnos por encontrar ideas originales —esfuerzo que complica el arte de lo conciso—. Lo que importa, y es único de cada obra, es la perspectiva de quien la muestra.

La obsesión por ser originales surge a causa de una confusión en nuestros propósitos. Es absurdo hacer un trabajo con el propósito de obtener una aprobación externa, la cual está fuera de nuestro alcance. Esta nos lleva a enfocarnos en el perfeccionamiento. Desgaste de energía en un supuesto o en un mito, en lugar de enfocarnos en un resultado que nos satisfaga a nosotros mismos. Podemos ser exigentes con nuestras tareas, pero tenemos que ser claros en lo que alimenta a la exigencia. Al no ser claros y sinceros, fortalecemos un miedo muy especial que frena nuestro desarrollo.

¿Qué hacer?

Mejorar nuestro diálogo interno con mantras es una medida popular. Por ejemplo, “Merezco estar aquí”. “Mis logros son el resultado de mi esfuerzo”. “Cada día me vuelvo más competente”. Uno de los problemas es que al aburrimiento y la falta de aprobación, por una cuestión meramente cultural, busca la aprobación transformándonos en víctimas. Entonces, esa cabeza traidora con la que nacimos, nos llena de mensajes que confirman nuestra situación de víctimas. También ayuda la sociedad, que al no comprender y no estar acostumbrada a las personas que piensan distinto, las ridiculizan o les dan mensajes condescendientes. 

Otra solución es transformar los riesgos en conocimiento. En México, se castiga al que intenta volar y cae. Por eso, tomar riesgos solamente existe en el espíritu de las personas que forjan una piel gruesa. Resistente a las críticas y burlas del mediocre promedio que pulula las calles de las ciudades y los campos de la provincia. Cuando no tienes intención de crear, señalas, así evitas el bochorno de ser un: fracaso. Esta palabra nos frena y nos llena de miedo. Pero si, en lugar de verla como un insulto, la miramos como un reto, la perspectiva es distinta.

El diálogo interno es la más accesible de las herramientas. A la mente se le educa para incomodarse con las incertidumbres. Lo llevamos en el ADN, luchar contra ello es agotador e inútil. En cambio, podemos reeducarla, cambiar la forma en que nos hablamos. Esto no es sencillo, debido a esa cultura a la crítica, que menciono en el párrafo anterior. Vemos con malos ojos al que camina estirado, creyendo ser “el muy importante”. Al decirnos lo mismo, por miedo al fracaso y “al que dirán”, evitamos este tipo de mensajes internos. Nos hacen sentir falsos, pues, es algo que criticamos en los demás. Pero, cuando no solamente lo decimos, sino que lo mostramos, esto es, nos enfocamos en mejorar y este diálogo nos ayuda a ello. Las palabras de crítica y señalamientos nos dejan de importar. Sin embargo, esto requiere compromiso y esfuerzo, asumir responsabilidades, y esto, tampoco es algo a lo que estamos acostumbrados. Para superar este miedo al diálogo interno, aclara tus propósitos primero. ¿De quién esperas la aprobación? La respuesta a esta pregunta determina el tipo de diálogo que te harás.

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Existen otros tantos trucos. En conjunto, su idea, es cambiar el marco de referencia de tus motivaciones. Cualquiera que te libere de dudas, motive tu desempeño y te haga feliz, funciona. Y, cuando de verdad estés sumido en un abismo de inquisición, detente, toma aire y contempla por un largo rato. Escapa por un momento de las expectativas y las obligaciones impuestas por la sociedad; ten una liberación personal. Mirar apartado el absurdo y sin sentido de la vida, es la mejor de las medicinas.


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